Quien no sienta hoy una intensa preocupación por la situación universitaria, es simplemente un frívolo de marca mayor.
Que muchas universidades no puedan ni siquiera vislumbrar cuándo van a terminar el primer semestre, es parte de un escenario tan grotesco como sugestivo.
Grotesco, porque nada peor puede sucederle a un país que sus estamentos intelectuales nieguen con sus actos el valor de la razón. Y sugestivo, porque la falta de reacción ante tan tremendo barbarismo revela un grave deterioro moral.
¿Quiénes son los primeros perjudicados? ¿Los alumnos? ¿Sus familias?
No, los más dañados somos los profesores, esas personas que hemos decidido dedicar toda nuestra vida a la enseñanza y a la investigación, y sobre quienes recae principalmente la actividad universitaria. Ya está bien. Dejémonos de rectores, decanos y jefes de departamento: los tipos que entramos a las salas de clases, a los laboratorios y bibliotecas, los que salimos a terreno, esos somos la universidad en su esencia. Nos definía Juan de Dios Vial Correa como "las más importantes piedras vivas de la casa universitaria... los que dan impulso a su trabajo intelectual...". Es a nuestro desempeño al que apuntan primordialmente los dichosos rankings y en el que se basan tantos discursos complacientes sobre el nivel de nuestras corporaciones.
¿No debiera ser entonces la primera y principal preocupación de nuestras autoridades la protección y proyección de sus cuerpos de profesores?
Sí, pero en muchas oportunidades, en las últimas semanas, no ha sido así. Cuando el ex decano de Derecho de la Universidad de Chile afirma que "los profesores estamos desmoralizados y desmotivados", revela lo que experimentan quienes enseñan en esa facultad. Un profesor me decía esta misma semana: "Qué bueno que ya los alumnos están estudiando en sus casas, para que podamos trabajar en paz". Muy mal comentario: si ese clima derrotista se extendiera entre todos los que hemos padecido penurias por la combinación de la agresividad feminista y de la claudicación de algunas autoridades, entonces el estamento de los profesores universitarios chilenos estaría, sin duda, en serios problemas.
¿Qué es lo que más nos afecta hoy?
En primer lugar, la indefensión frente a las críticas. Ante las faltas concretas de unos muy pocos miembros de los cuerpos académicos, no hemos experimentado una clara defensa de nuestra dignidad y de nuestra entrega por parte de las autoridades. Todos los miembros de los claustros de profesores hemos quedado bajo sospecha, en el mejor de los casos. Y ha sido muy penoso ver cómo muchas autoridades se rinden ante la evidencia de unos pocos ofensores, sin defender a una enorme mayoría que se desempeña con toda rectitud.
Para muchos, además, ha sido materialmente imposible trabajar. No han podido ingresar a sus oficinas, a sus laboratorios o a sus bibliotecas durante muchas semanas. Y en casi todos esos casos no ha habido quién -debiendo hacerlo- tome la decisión de pedir la fuerza pública para restituirles el derecho a trabajar en paz.
Pero lo más delicado tiene que ver con el futuro de nuestra labor intelectual. Porque lo que la agresividad feminista ha puesto en jaque -con la complicidad de tantas autoridades universitarias- es el alcance y sentido de nuestra tarea. Si ya no vamos a poder afirmar verdades, si ya no vamos a poder defender convicciones, si ya no vamos a poder pedir trabajos que puedan "herir la sensibilidad de los alumnos", simplemente la vida universitaria se hará imposible. Habremos claudicado ante la irracionalidad de los conceptos, del lenguaje y de los comportamientos. Ni más ni menos que eso.
¿Nos vamos a resignar así como así?