Un chofer de Uber frente al carabinero resistiendo la orden de detenerse; estudiantes considerando que ninguna regla vale frente a sus demandas, son dos escenas que dibujan, como en un resumen pedagógico, la situación de la sociabilidad chilena de hoy.
¿En qué consiste el rasgo básico de esa sociabilidad?
El principal, pero no el único, consiste en creer que las reglas no limitan la propia voluntad sino que están subordinadas a lo que ella disponga. Las reglas pasan así de ser mandatos que establecen limitaciones, a ser simples enunciados cuyo contenido y obligatoriedad dependen de la opinión o el discernimiento de la persona a quienes ellas se dirigen.
Fue exactamente lo que ocurrió a ese chofer enfrente del carabinero: él pretendió ser el intérprete último de la regla, el sujeto a quien correspondía juzgar si aplicarla o no. Es fácil comprender que algo así -que el sujeto imperado por una regla sea quien decida si está bien o mal aplicada- es incompatible con la misma noción de regla.
Una orden o una regla pueden, por supuesto, ser ilegítimas, pero están dotadas de una legitimidad
prima facie que obliga a obedecerlas sin perjuicio que más tarde se discuta si se aplicó o no correctamente. Pero creer, como creyó ese joven que conducía el Uber, que era él quien debía juzgar si la regla estaba o no bien aplicada es un completo despropósito, que si se generaliza llevaría a hacer desaparecer la idea de que vivir en sociedad es estar sometido a reglas cuya aplicación no depende, caso a caso, de nuestra voluntad.
Pero lo que puso de manifiesto ese incidente es algo que también se observa en las universidades: la creencia de que basta contar con una causa buena, o aparentemente buena, para que todo lo que se ejecute a su sombra esté justificado.
Hay ahí otra grave confusión incompatible con las instituciones. Se trata de la confusión entre estado de naturaleza y estado civil.
En el estado de naturaleza cada uno es juez, pero como todos lo son, al final impera la opinión del más fuerte. En el estado civil, en cambio, hay reglas que arbitran el conflicto y establecen procedimientos que permiten cambiarlas.
Si el chofer de Uber revela una confusión entre estar sometido a reglas y juzgar su cumplimiento, el caso de las tomas universitarias muestra una confusión entre estado de naturaleza (la voluntad que todo lo decide) y estado civil (la voluntad sometida a reglas).
Las tomas son un estado de naturaleza que quiere sustituir a las instituciones. Y el resultado no es que impera la justicia, sino que el resultado más obvio, si se las deja eternizarse, es que acaba imperando la fuerza.
Walter Benjamin en uno de sus escritos (Para una teoría crítica de la violencia) llama la atención acerca del hecho que en el estado de naturaleza los fines señalan qué medios son admisibles. Allí, si el fin es bueno ningún precio es demasiado alto para obtenerlo y todos los medios son legítimos. Si se trata de espantar la injusticia y la desigualdad de todos los rincones, entonces la violencia o la fuerza no parecen incorrectas sino, por el contrario, perfectamente admisibles. Pero, como es fácil comprender, cuando se piensa de esa forma, cuando se juzga la corrección de los medios por la justicia de los fines, ningún orden es posible. Es lo que enseña Hegel (en la Fenomenología del Espíritu): la libertad absoluta, concebida como puro ímpetu subjetivo, no puede construir nada, no puede fundar ningún orden.
Por eso es el propio Walter Benjamin quien recuerda que en el estado civil, en la esfera de las instituciones, son los medios admitidos los que dicen qué fines pueden ser perseguidos. Usted puede perseguir cualquier fin a condición que lo haga mediante los medios institucionalmente legítimos. Este principio según el cual los medios admitidos son los que indican cuándo estamos en la vida civil y cuándo en estado de naturaleza, es el que en la sociabilidad chilena, como enseñan estos casos, se está olvidando.
El chofer tenía derecho a reclamar lo que le parecía arbitrario, las personas que integran una universidad, todo el derecho a espantar el abuso; pero ese derecho indudable que tienen no autoriza a nadie a sacrificar las reglas, porque, aunque suene raro y hasta contradictorio, las reglas que parecen ahogar a las personas son las que hacen posible la libertad.