"Nunca me he marginado de la selección. Solamente no fui a dos partidos amistosos", dice Claudio Bravo, lo que no es verdad y enturbia el debate sobre la Roja. No es verdad, porque sí se ha automarginado de la selección anteriormente: en una doble fecha eliminatoria (donde Chile perdió cinco puntos clave en cancha) y en la antesala de la Copa Confederaciones, cuando abandonó Rumania para atender asuntos personales. La automarginación, por ende, no es un tema nuevo para el ex capitán.
Dice, además, que no tiene nada que hablar con Vidal "ni con nadie", porque cada uno tiene las cosas claras y ninguno de los dos es por sí solo la selección de Chile. Más razón aún para sentarse a darle explicaciones al resto del grupo, que ha tenido que presenciar, por culpa de ambos, uno de los espectáculos más bochornosos de la historia, que nos ha convertido, por lo demás, en la comparsa favorita de Sudamérica. No es necesario recordar la visita al Monticello, la conferencia de prensa que dieron ambos (culpando a la prensa, obvio), los mensajes familiares en momentos muy poco propicios y la transformación de la generación dorada en un lote conventillero, impropio de tanto éxito.
Dice Bravo que no tiene que hablar "absolutamente nada ni pedir perdón a nadie", y puede que tenga razón. Reinaldo Rueda convirtió a Arturo Vidal en su pupilo favorito, no solo en declaraciones que escaparon a toda lógica de control de grupo, sino que además lo sentó en la banca en un partido amistoso donde el jugador ni siquiera estaba a disposición. ¿Como asesor, guía espiritual de la nueva generación, vocero o relacionador público? ¿Si Vidal no pidió perdón por su gran cuota de responsabilidad en el desastre, porque tendría que hacerlo el resto?
No parece sensato que en una disputa de líderes del plantel -en la que ninguno tiene toda la razón ni los papeles muy limpios- que involucra actos de indisciplina graves (siempre perdonados), se siga sometiendo a los aficionados y a la prensa a tanto despropósito. Ni Vidal puede ser el principal referente de Rueda sin un acto cabal de contrición, ni Bravo puede pretender volver como si nada hubiera ocurrido, porque la señal es pésima. Un grupo que se farreó su participación en el Mundial precisamente porque creyó que el talento estaba más allá de cualquier control disciplinario grupal.
Es verdad que la personalidad y comportamiento pusilánime y timorato de Juan Antonio Pizzi contribuyeron al descalabro, pero la actitud de Sampaoli y las directivas de Jadue y Salah también tendieron la alfombra para que las dos personalidades más fuertes de la selección arrasaran con todo, como una pelea de superhéroes cinematográficos, que destruyen una ciudad para posibilitar su sobrevivencia.
Es razonable que Rueda pretenda un gesto de Bravo para garantizar su retorno, pero no es sensato que convierta a Vidal en su estandarte de trabajo. No solo porque sabe que el ambiente está polarizado, sino porque es un error que un hombre con tantos pecados a cuestas -y sin redención evidente- sea quien dicte las pautas morales de un grupo siempre propenso al desbande. No entenderlo es prolongar el caos en un plantel que necesita, por sobre todo, orden.