Regreso a Venecia, una vez más. Hace años fui encargado de organizar el primer pabellón chileno en la afamada Bienal de Arquitectura, gracias a una visión de embajadores y agregados culturales nuestros lanzados en una aventura heroica por los magros recursos disponibles y por lo desconocido que era Chile en ese mundo de estrellas. Alojé entonces en un pequeño estudio de artista, cuya propietaria era una encantadora veneciana, con quien trabé una genuina amistad. Dos años más tarde volví para hacerme cargo de un segundo pabellón, pero esta vez la veneciana me invitó a su propia casa y con una generosidad sin límites me abrió las puertas de su ciudad y su mundo. Desde entonces he regresado muchas veces, siempre con la excusa de la gran Bienal, para reencontrarme con queridos amigos en este insondable e infinitamente bello microcosmos asentado en el agua, repleto de tesoros visibles y ocultos; para reencontrarme con su amable pueblo y también para observar -con angustia, eso sí- las contradicciones de nuestra era y el asedio permanente de la modernidad contra un lugar tan frágil y valioso como éste.
Venecia no se hunde hoy porque esté fundada sobre pilones de madera hincados en el fango de una laguna, sino que por una invasión bárbara, que es la vorágine de un turismo avasallador, desenfrenado y vulgar que arrasa con el antiquísimo acervo inmaterial de la ciudad. Poco a poco desaparecen históricos comercios, tradiciones, artesanías, gastronomías, saberes ancestrales auténticos que no logran sobrevivir a la indiferencia de este nuevo turista, más interesado en baratijas y comida chatarra que en comprender dónde está. Esto yo lo he advertido a lo largo de los años. El "lujo veneciano", que por siglos ha significado belleza y perfección en hilandería, vidrio, papelería, encuadernación y talabartería, por nombrar apenas algunas cosas, y que antes constituía el paisaje cultural de la ciudad a través de sus vitrinas y experiencias cotidianas, va quedando relegado a un plano oculto, accesible sólo para connoisseurs adinerados. Los residentes venecianos, por su parte, cada vez menos en población y cada vez más sobrepasados en número por turistas, son testigos de la inexorable transformación de su adorada ciudad en un escenario absurdo y ajeno. Es sólo al caer de la tarde, cuando los turistas regresan exhaustos a sus hoteles o abandonan la ciudad aquellos que vinieron sólo por el día, que los venecianos recuperan su territorio. Son fáciles de reconocer: fibrosos, elegantes, bien agestados y de buena postura sin importar la edad, buenos conversadores en un dialecto repleto de humor e inflexiones castellanas, caminan seguros y orgullosos por su laberinto, se toman los paseos y los bares por una hora, y entonces Venecia parece recobrar el aliento.