Al doctor Romeo Aldea (Adrian Titieni) le pasan cosas rara: una mañana, una pedrada rompe una ventana en su departamento; horas después, su única hija, Eliza (Mària Dragus), es violada camino al colegio. Por supuesto, esto último es lo realmente grave, y el doctor se embarca en una investigación personal para dar con el culpable. El incidente ocurre cuando Eliza se prepara para dar los exámenes de graduación, cuyos resultados son cruciales para conseguir un cupo universitario en Inglaterra.
El doctor Aldea se siente atrapado en una sociedad incierta. La Rumania postcomunista no ha salido de la miseria moral y la ciudad de Cluj parece una trampa donde se realizan todas las veleidades de un cambio político sin transición. Su vida matrimonial está destruida y hay una amante joven que espera una decisión. En fin: Romeo Aldea se siente extensamente derrotado.
La ansiedad de que Eliza acceda a otra vida lo obsesiona más que a todos los que lo rodean, incluída la propia hija. Rumania sigue infectada por la cultura de los favores, y por eso acepta la sugerencia del jefe de la policía, amigo suyo, para ver a un hombre que conoce a otro hombre, que es el jefe del comité examinador del colegio y que quizá podría...
Un aire de corruptela invade todas estas relaciones, un aire vicioso porque Romeo Aldea, celoso de su ética médica, las acepta como otro de los precios por el futuro de su hija, sin conciencia de que la próxima generación puede tener otro juicio.
No hay protagonistas inocentes en el cine de Cristian Mungiu, uno de los mejores cineastas de la ola fílmica rumana de los 2000, que sorprendió a Occidente con la abrumadora
4 meses, 3 semanas, 2 días. La moral es un asunto de decisiones, un continuo desequilibrio entre lo necesario y lo incorrecto.
Mungiu es muy estricto para filmar estas cosas. Su cámara se apropia de los espacios interiores (anclada o en seguimientos) y recoge en extensos planos la intensidad de lo que está pasando por ellos, sin cortar ni interferir. Cuando filma a Romeo Aldea llegando a su hospital, dejando a un niño en una oficina, informándose en otra con su enfermera, saludando en el pasillo a una viuda y enfrentándose en otra sala con los fiscales, para salir por fin con el niño, todo ello sin detener su cámara. Mingiu está haciendo virtuosismo, un ejercicio visual de exactitud, pero también entregando con limpieza ese complejo bloque de emociones contradictorias. Un mal cineasta suele trocear esos momentos. Mingiu conoce el valor de la duración.
Con
Graduación, Mungiu ha conseguido una película enervante y angustiosa, sobre todo porque instala esas emociones en el espectador antes que en los personajes, antes de que ellos mismos se den cuenta del embrollo en que están sumidos. Gran manera de recordar por qué el cine es una cosa diferente de otras que solo se le pueden parecer.
Bacalaureat
Dirección:
Cristian Mungiu
Con: Adrian Titieni, Mària Dragus, Lisa Bugnar, Màlina Manovici, Ivan Ivanov, Gelu Colceag, Rares Andrici.
128 minutos.