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Cartas
Martes 29 de mayo de 2018
Feminismo y cambio de opinión
Señor Director:
¿Tienen los políticos derecho a cambiar de opinión?
La pregunta tiene interés luego que el gobierno de Piñera -tradicionalmente opuesto a la agenda feminista- decidiera promover una.
Sebastián Edwards, comentando mi columna del domingo, cita a Keynes para sostener que no hay cosa más inteligente y natural que cambiar de opinión. Después de todo, parece obvio que si los hechos cambian, lo inteligente es que la opinión respecto de ellos también cambie.
Es lo que habría hecho Piñera. Habría, pues, que aplaudirlo.
Temo, sin embargo, que Edwards demuestra una mala comprensión del problema y, como consecuencia, es demasiado benevolente con Piñera. Las razones son las que siguen.
En primer lugar, porque incluso aceptando una interpretación sencilla de las palabras atribuidas a Keynes (que las opiniones pueden cambiar sin más), no se ve cómo ello puede conducir a aplaudir a Piñera.
Aceptemos que la gente puede cambiar de opinión cuando los hechos cambian; pero, en tal caso, ¿qué hechos fueron los que cambiaron en Chile? ¿La situación de la mujer o la presión por sus demandas? Si Piñera cambió su opinión porque se acaba de dar cuenta de la real situación de la mujer, ello hablaría muy mal de su inteligencia o de su comprensión de la realidad; si cambió de opinión por razones de mera popularidad, ello hablaría muy mal de sus convicciones de político.
En segundo lugar, porque lo que Keynes defendió no fue el simple cambio de opinión: fue que las mismas razones aplicadas a hechos distintos condujeran a opiniones distintas. El gran economista solo reiteró el silogismo práctico de Aristóteles. Lo suyo fue una alabanza de la plasticidad de la razón. Nada de eso se relaciona con la actitud del Presidente Piñera. Nadie puede oponerse al divorcio o imponer a las mujeres cargas supererogatorias (como la derecha lo ha hecho) y, al mismo tiempo, promover una agenda feminista (como ahora lo pretende) y luego sostener que ambas posiciones están amparadas en las mismas razones.
En tercer lugar, no debe olvidarse que el político solicita la confianza de los ciudadanos. Y la pregunta que cabe formular es si basta cambiar de opinión para merecerla o si, en cambio, es necesario modificar las concepciones o las razones que subyacen a las opiniones para tener derecho a ello.
La política requiere explicitar razones para ganarse la confianza. Por supuesto el Presidente Piñera puede darlas. Decir por ejemplo que ha cambiado de opinión porque ha caído en la cuenta de que su concepción del papel de la mujer era errada. Pero no ha hecho eso. Piñera y sus observadores benevolentes parecen olvidar que la política no es una simple subasta de opiniones. Si la política fuera el juego permanente de elaborar opiniones hasta acertar con aquellas que la ciudadanía espera, la política sería muy sencilla, sería cosa de imaginación, encuestas y audacia. Pero la política democrática es más demandante que eso. No es una subasta de opiniones, es un esfuerzo colectivo por deliberar racionalmente el tipo de vida que tenemos en común.
En cuarto lugar, se ha dicho también que es erróneo vincular el feminismo, o las demandas feministas, al aborto.
Esa vinculación, se dice, sería una trampa conducente a bloquear cualquier mejora. Esto de nuevo es un error. El problema es otro. La pregunta es si acaso se puede ser feminista y, al mismo tiempo, estar decidido -como el Presidente Piñera ha estado hasta ahora- a coaccionar a una mujer para llevar a término un embarazo producto de la violación, o inviable o con riesgo de su vida. La pregunta entonces es si puede ser creído como feminista quien se muestra dispuesto a imponer deberes supererogatorios a las mujeres y no a los hombres.
Como se ve, el problema es más complejo de lo que Edwards sugiere. Atinge a lo que entendemos por democracia (si una subasta de opiniones o una competencia de razones); a qué hechos son los que en Chile habrían cambiado (si la situación de la mujer o la popularidad de la agenda); a la fuente de la que emana la confianza (si de las razones o del simple cambio de opinión); y, en fin, a los deberes que se imponen a la mujer (si se permite que se le impongan obligaciones supererogatorias o no).
La democracia requiere, no hay duda, coincidencias apenas parciales; pero a condición de que se sepa que son parciales, no se las oculte con la nube de la benevolencia y, a pretexto que permiten avanzar, se las excluya de la crítica.
Carlos Peña