Es difícil criticar a metro de Santiago. Casi "políticamente incorrecto", pues es uno de nuestros orgullos históricos. Cuando en 1965 el gobierno decidió concretar el antiguo sueño de un ferrocarril metropolitano con líneas subterráneas para la capital, el proyecto fue abordado por la Dirección General de Obras Públicas, a cargo del célebre urbanista Juan Parrochia. Con la altura de miras que nos caracterizaba como nación, a pesar de lo modestos y austeros, el metro se construyó con los más altos estándares técnicos y estéticos imaginables en el mundo. Desde luego, se decidió instalar convoyes sobre neumáticos, suaves y silenciosos; el epítome de la modernidad, aunque fuesen más difíciles de financiar y mantener. Las estaciones de las primeras líneas fueron terminadas con los mejores materiales disponibles, aunque fuesen más costosos. Mal que mal, era una obra pública de enorme envergadura, por lo tanto, la representación material de la magnificencia del Estado y una lección de permanente dignidad para la ciudadanía.
¡Si tan solo pudiésemos defender esos conceptos hoy! Por décadas, el metro fue uno de los pocos lujos democráticos de Santiago, un reducto de civilización subterránea -no obstante las aglomeraciones- en contraste con el desorden y el descuido que reinan impunes en la superficie de la ciudad, esa de las veredas obstaculizadas por agresivas mafias de vendedores ambulantes, la de los iracundos conductores de automóviles, la de los taxistas que se abren paso a bocinazos e imprudencias, imposibilitando el tránsito del transporte público de superficie; la de los desconsiderados ciclistas de vereda.
Pero resulta que hoy el metro se ha contaminado con todos los vicios de la superficie, con la mezquindad y el abuso, sin que sus autoridades resuelvan de manera eficaz estos nuevos problemas. Pareciera que el metro se ha ido degradando material y moralmente: ahí donde hubo estaciones bellas, hoy hay campañas publicitarias de piso a cielo, pegadas encima de cualquier cosa, incluida la dignidad del pasajero. Es bien difícil combatir el concepto del grafiti en estas circunstancias, ¿no? Ahí donde hubo materiales nobles y buen interiorismo, ahora hay materiales y diseños triviales. Ahí donde hubo silencio y algo de paz, ¡hoy hay una imposición descabellada e inexplicable de músicos mediocres a un volumen infernal, charlatanes y vendedores ambulantes abriéndose paso a gritos y codazos!
Es inconcebible que las autoridades no reaccionen. ¿Será que el directorio de la empresa no usa el metro en las horas punta? Si lo usaran, seguramente no podrían disimular su espanto y no demorarían en encontrar las maneras de restituir la dignidad perdida en este sistema de trasporte y espacios públicos, la calidad de cuya atmósfera impacta cada día en el bienestar de millones de conciudadanos.