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Editorial
Sábado 12 de mayo de 2018
Ámbito de la Contraloría
La omnipresencia de la Contraloría en asuntos sensibles para la política -desde la designación de embajadores al protocolo sobre objeción de conciencia institucional- parece contradecir el desarrollo de la entidad que desea el contralor.
El contralor general de la República afirmó en su reciente cuenta pública que "no es deseable una megacontraloría, una especie de Leviatán de control". Sin embargo, la omnipresencia de la Contraloría y el rol clave que ha adquirido en cuestiones muy sensibles para la política en general y para las políticas públicas en particular -desde la designación de embajadores hasta la interacción entre el sistema público y los prestadores privados en salud en materia de aborto- contradicen esa afirmación. Si las cosas siguen evolucionando como hasta ahora, más bien ocurrirá todo lo contrario de lo que el contralor considera deseable.
El problema surge principalmente de la conjunción de dos factores. Por una parte, conforme a su diseño, la Contraloría vela tanto por el correcto empleo de los recursos públicos como por la legalidad de los actos de la administración del Estado. Este control de legalidad supone, como es lógico, que la Contraloría está facultada para interpretar la ley y que su interpretación tiene algún grado de obligatoriedad para todos los funcionarios públicos. Por otra parte, sin embargo, el desarrollo de la sociedad y del Estado en las últimas décadas ha llevado a incrementar y profundizar a tal punto las relaciones entre lo público y lo privado que prácticamente no existen actividades en las cuales el aparato público no tenga injerencia. Nuevamente, el caso de la cooperación público-privada en la atención de salud es un buen ejemplo, pero también lo son la atención de menores en situación vulnerable, la actividad cultural, la construcción o el ejercicio de innumerables profesiones y oficios, entre muchos otros ámbitos.
Ambos factores cristalizan en una masa enorme de actos administrativos, muchos de los cuales constituyen normas o reglamentaciones de jerarquía no solo infralegal, sino incluso infrarreglamentaria. Respecto de todo ello tiene alguna competencia la Contraloría, a la cual acuden tanto quienes dictan tales actos y normas como quienes son sus destinatarios y se ven afectados por ellos. Los primeros, para evitar posibles responsabilidades administrativas, y los segundos, cuando estiman que se ha infringido la ley y, por diversas razones, consideran que los tribunales de justicia no tendrán la capacidad o la disposición para ampararles en forma adecuada u oportuna. También contribuye a esta expansión de la Contraloria la falta de tribunales administrativos.
La profundización de este proceso merece una reflexión que permita encauzarlo. Entretanto, la Contraloría debiera actuar con una cuidadosa sobriedad en el control de legalidad, evitando cambios intempestivos de criterio y reinterpretaciones de su propio rol. La Contraloría no es un poder del Estado, algo que en ocasiones parece olvidarse. Una manifestación de esto último fue la presencia del Presidente de la República en la cuenta anual del contralor, en un gesto que -más allá de la cordialidad y consideración hacia esa institución- parece subrayar el incremento de su protagonismo.