La designación del hermano del Presidente como embajador en Argentina tiene la virtud de un síntoma, de un signo que acusa algo subyacente que va mucho más allá de lo que aparenta.
Se trata de la confianza.
En Chile existe la arraigada creencia -y en la cultura de la derecha es muy intensa, como la nominación de Pablo Piñera lo pone de manifiesto- de que la confianza que necesitan las sociedades es sobre todo fruto de la comensalidad, del parentesco, de la amistad, de los salones, de las fiestas familiares, de las trayectorias vitales compartidas desde el colegio a la universidad.
¿Es correcta esa creencia?
No.
En el sur de Italia, por ejemplo, Robert Putnam mostró que había altos niveles de confianza horizontal (igual a la que acá debe existir entre el Presidente Piñera y su hermano). ¿Por qué entonces el sur de Italia era pobre y el norte, en cambio, donde la confianza parecía menos personal, era más próspero? Lo que ocurre, observó Putnam, es que la confianza con raíces puramente familísticas no permite la cooperación ampliada ni selecciona a los mejores. En el sur de Italia, observó Putnam, hay mafias con confianza férrea, pero no hay reglas; hay abrazos entre hermanos, pero no cooperación entre ciudadanos; hay lealtades a la familia, pero no hay confianza hacia el Estado.
Y es que para tener lealtades al Estado y las instituciones, deben construirse, y para ello hay que comenzar a practicar, lo que se denomina una confianza abstracta.
Como lo sugiere una amplia literatura -sin exagerar, desde Hegel en el siglo XIX a Giddens en estos días-, uno de los rasgos más propios de las sociedades modernas es que en ellas las relaciones sociales se hacen cada vez más abstractas. Usted para relacionarse con otro ser humano e intercambiar el producto de su trabajo o de su esfuerzo personal, no necesita incurrir en mayores esfuerzos comunicativos. La presencia del dinero y del mercado permite que las interacciones humanas se vacíen de significado y no todas estén mediadas por la comunicación. En el plano más general, esto significa que la confianza que está a la base de las relaciones humanas se traslada desde la confianza en las personas, a la confianza en los roles o las instituciones. Hoy día, como sugiere Giddens, no se confía en personas, sino en sistemas expertos, en organizaciones, en una serie de procedimientos estandarizados que siguen la rutina certificada por la ciencia y la tecnología. No se confía en el abogado, sino en el estudio; no en el médico, sino en la clínica; no en el maestro, sino en la escuela o la universidad. Usted en una organización moderna confía en los procedimientos que la constituyen, al margen de quienes se desempeñan en ella.
Gracias a esa confianza abstracta la vida es mejor.
Y es que cuando la confianza es abstracta y reposa en los procedimientos y las instituciones, es muy fácil que grandes grupos de personas puedan cooperar entre sí y el talento excepcional aparezca.
En cambio, cuando la confianza es personal y deriva de las relaciones familiares, el círculo, incluso si la familia (como parece ser la del Presidente Piñera) tiene proporciones bíblicas, es muy pequeño. Y el talento... modesto.
Max Weber lo advirtió muy temprano: la modernidad comienza cuando se separa el hogar de la fábrica, la familia de la política, la evaluación del afecto.
Por eso la designación de Pablo Piñera no es un problema porque en ella se verifique un conflicto de interés, tampoco porque envuelva un problema ético y ni siquiera porque exista un obstáculo legal.
Es peor.
Es un problema porque esa designación pone de manifiesto un rasgo profundamente arraigado especialmente en la cultura de la derecha (alimentado por la endogamia, el mito del linaje compartido y un circuito educacional cerrado, que va desde la escuela a la universidad), consistente en tejer confianzas subjetivas y no, en cambio, confianzas abstractas hacia las instituciones.