En educación, nuestro estancamiento se sitúa en los primeros años, incluso antes que la tradicional primera preparatoria (mi caso) o básica. Jamás podrá haber buena educación universitaria masiva si hubo falla en sus cimientos. Concentrar los recursos en la gratuidad universitaria sería el clásico dispararse a los pies, que no soluciona nada sino que agrava las cosas, un disparate, en suma. En una mirada serena nadie podría dudar de esta verdad evidente. Con todo, me permito un argumento que presumo sólido a favor de la gratuidad.
Legalmente, la educación básica es obligatoria y por tanto gratuita desde 1920 (Ley de Instrucción Primaria). La educación media (secundaria) nunca llegó a ser obligatoria en términos legales, pero desde mediados de siglo se extendió hasta en teoría alcanzar a toda la población en edad escolar hacia la última década antes del 2000. El ideal de la sociedad meritocrática se hizo fuerte a lo largo de Chile, como una de las expresiones a perseguirse en la modernidad y -esto es más que universal, ayer y hoy- una compensación a la desigualdad inevitable en otros planos; para muchos debía ser un preludio de un igualitarismo radical o colectivismo. En fin, lo que aquí resalta es que para vivir una vida normal y plena -concepto que varía de tiempo en tiempo- debía haber educación básica y media completas para una gran mayoría.
La consigna de los 60 de "universidad para todos", demagógica en sí misma, tenía sin embargo alguna relación con la obligatoriedad como ideal. En la sociedad moderna a lo largo del siglo XX la llamada educación superior se extendió a una gran masa de jóvenes, hasta llegar a constituir una secuela natural de la escolar para una sólida mayoría en los países desarrollados. Ojo, que ello incluía lo que llamamos técnico-profesional, ya que la universidad se caería por su peso si los contiene a todos y el país solo tendría un proletariado académico, un espectro tercermundista. Se agrega la "educación continua" por la incesante transformación tecnológica, la mayor esperanza de vida y lo magro de tanta pensión. No existe país en este mundo que pueda responder a tantos desafíos simplemente con decretar el financiamiento de este y aquel programa. En Chile, además, entre los 80 y comienzos del siglo XXI los universitarios pasaron del 10% a casi el 50% de los egresados de la enseñanza media, toda una revolución.
De ahí que en el siglo XXI será de justicia elemental que la igualdad de oportunidades implique ayudar a que la población juvenil se aproxime a este ideal en la educación. Solo una minoría puede solventar sus estudios; la mayoría que se calzó un crédito no podrá devolver el verdadero valor del estudio universitario, aunque otra minoría sí debe contribuir en algo, sin aniquilar el arribo a ser clase media de tantos chilenos en el cambio de siglo. El antiguo modelo de tendencia a la gratuidad completa siempre hará agua (estudié casi gratis entre 1966-1970, de lo que estoy muy reconocido) y la idea de la devolución de los préstamos es otra utopía. ¿Qué hacer?
El nuevo gobierno tiene la oportunidad -atravesando un arduo desfiladero- de responder al desafío haciendo justicia por fin a la formación técnica y sobre todo a la básica, sin olvidar la sólida ayuda a quienes no puedan pagarse estudios superiores, sean universitarios o técnicos. Para que tenga sentido, debe estar dentro de las posibilidades económicas; no faltan ideas ingeniosas -como el AUGE- que desarrollen sistemas financiables que compatibilicen con la salud económica que, por lo demás, es la única base de sustento. Una cuadratura del círculo, como siempre son los desafíos a toda gran política.