Un rápido vistazo a la carta del Papa Francisco -donde se queja de engaño- muestra que esta y las reacciones que suscitó esconden el problema del abuso en vez de enfrentarlo.
Desde luego el Papa se queja de un engaño; pero elude las causas del abuso.
Por su parte los obispos (que han adquirido una repentina elocuencia) se han referido a la necesidad de que Barros haga dejación de su cargo (es el caso de Ezzati) o han elaborado imágenes pueriles para explicar los hechos (como es el caso de Valenzuela) o, simplemente, han pretendido que no tuvieron nada que ver en los hechos de los que Francisco se queja (como es el caso de Koljatic).
Lo primero que en esas reacciones llama la atención (especialmente en los casos de Valenzuela y Koljatic) es el infantilismo con que se expresan. Es como para pensar que el daño que Karadima infligía a sus discípulos no era sexual, sino sobre todo intelectual. No era la inocencia la que les arrebataba, sino la inteligencia. ¿De qué otra manera explicar que un obispo, como Valenzuela, se dirija a la opinión pública de manera deliberadamente tonta, empleando imágenes de mamás enfermas e hijos que deben unirse para sanarla, que no convencerían ni siquiera a un párvulo? ¿Cómo explicar que Koljatic en vez de reflexionar sobre el problema de la Iglesia de la que él es parte, se permita decir que "los abusos son siempre personales"? Hasta ahora se sabía que los obispos solían infantilizar a sus audiencias, pero lo que no se sabía era que ello era producto de una infantilización previa: la del mismo obispo.
Pero fuera de ese rasgo de personalidad que los obispos acaban de revelar (poniendo de manifiesto que Karadima infantilizaba a sus discípulos de manera perdurable) hay otro aspecto del debate que por estos días se ha suscitado y que no conviene pasar por alto.
Se trata de la omisión del verdadero problema. Y el verdadero problema no es que se haya mentido al Papa. El verdadero problema (fuera del hecho de que no es del todo cierto que el Papa haya estado envuelto en mentiras, puesto que solo puede ser envuelto en mentiras quien decidió creerlas) es que en la Iglesia Católica abundan los abusos más que en cualquier otro ámbito social, como si ellos pertenecieran a su misma índole.
Y ese es el verdadero problema.
El problema es que todos (incluido el Papa y los obispos que hoy se lavan escrupulosamente las manos) saben que en la Iglesia se cometían abusos, y que los abusadores solían ser trasladados, con lo que en vez de evitar que siguieran cometiendo abusos se les convertía (y se les convierte) en abusadores trashumantes.
En otras palabras, hay que preguntarse qué es lo que hay en la Iglesia, en sus prácticas y en sus discursos, que favorece el abuso.
Pero esa pregunta no asoma en las reacciones de Ezzati, Valenzuela o Koljatic, ni en la carta papal. Todos ellos, con estilos diversos, han ejecutado una extraña torsión intelectual, consistente en servirse de los abusos para confirmar las creencias que los hacen posibles. Como la Iglesia Católica dice que todos son pecadores, que todo hombre o mujer ha nacido con la mancha de la transgresión original, entonces (y he aquí la torsión) los casos de abusos cometidos por sacerdotes mostrarían que la Iglesia tenía razón. ¿Acaso no prueba la verdad que todos son pecadores el hecho de que incluso quienes enseñan esa verdad son capaces de cometer pecado? Extraño resultado de todo esto: usted primero dice que todos son criminales (pecadores), luego usted mismo comete un crimen (el abuso sexual) y cuando se le reproche usted se encarga de decir que su crimen muestra la verdad de su doctrina.
Todos esos días -desde la carta del Papa, las reacciones rústicas de Ezzati o las infantiles intervenciones de Valenzuela y Koljatic- se ha estado desenvolviendo, ante los ojos y oídos de todos, de la prensa, de los fieles, de los ciudadanos, ese razonamiento torcido que consiste en esgrimir la propia falta en favor de la doctrina que la hizo posible; en sostener que los abusos prueban que sí, que era verdad lo que la Iglesia decía: que el pecado lo ha infestado todo. Los abusadores aparecen así también como víctimas: instrumentos de Dios cuyo servicio consiste en probar el pecado que ellos mismos anuncian.
Y ahí están todos, o casi todos, hablando de cómo fue posible que engañaran al Papa, sosteniendo que estos abusos y estos escándalos prueban que después de todo la Iglesia es divina (¿de qué otra forma podría haber sobrevivido con esos miembros?) y recordando que, a fin de cuentas, el problema fue que los obispos son como todos los seres humanos, unos pecadores.
¡Solo falta que alguien recuerde el pecado original y que invite a los que están libres de pecado a que tiren la primera piedra!
Confirmarían así que la práctica de una parte de la Iglesia favorece el abuso y, al mismo tiempo, elabora la coartada para eludir la condena.