Durante toda la madrugada del domingo 18 de marzo la ciudad de Buenos Aires estuvo sometida a los embates de una tormenta eléctrica descomunal y una lluvia de diluvio. Yo tenía entradas para ver a Pearl Jam que se presentaba ese día, a las nueve y media de la noche, en la última fecha del Lollapalooza. El festival se llevaba a cabo en el Hipódromo de San Isidro, un área del conurbano de la ciudad de Buenos Aires a varios kilómetros de mi casa. Saqué las entradas en diciembre. La ubicación: el campo. Nada de vips: quería hundirme en la religión de mi banda favorita, tragarme el sudor y los pisotones, cantar a gritos en medio de la masa psicótica. Los buenos y viejos motivos por los cuales uno va a un megarrecital como ese. Entregada a mi rapto proletario, o simplemente porque no se me ocurrió, no compré sitio para el estacionamiento. No iba sola, sino con Diego, el hombre con el que vivo.
A las diez de la mañana de ese domingo había lluvia, ráfagas de viento horripilantes y, aunque ya tenía mi mochila lista (chaqueta impermeable, las pulseras para poder entrar, dinero), me sentía atribulada porque, aunque anunciaban que a la hora del recital el tiempo estaría despejado, había que llegar con mucha anticipación y la caminata hasta el predio bajo la lluvia, desde el sitio donde pudiéramos dejar el auto, no nos tomaría menos de una hora. Entonces Diego propuso el plan, al que accedí encantada. Era tan simple como eficaz: dejar el auto lejos y terminar el recorrido -mucho más rápido- en una bicicleta que llevaríamos en el baúl, Diego pedaleando y yo en el caño, cubiertos por un mantel de acrílico transparente al que le haríamos dos agujeros por los cuales pasar la cabeza. Pero a las doce del mediodía se anunció que el recital se suspendía por mal tiempo. Sentí una enorme pena, no solo por perderme a la banda que más me gusta, sino por no poder implementar el plan: los dos en bicicleta bajo la lluvia, cubiertos por una capita ridícula, sintiéndonos afortunados por ser capaces de hacer locuras. Unos años atrás, durante la semana en que terminó
Breaking Bad, una serie a la que me hice adicta -la única con la que me sucedió eso desde
Twin Peaks, en los noventa-, yo estaba en Santiago dando clases desde muy temprano y hasta las seis de la tarde. En Chile, AXN la transmitía a un horario muy tardío, lo cual hacía inviable que la viera y pudiera a la vez cumplir seriamente con mis obligaciones. Perderme el final de una serie que había seguido durante meses me producía desazón, pero parecía la única posibilidad. Entonces Diego ideó un sistema. Me llamaba desde mi casa en Buenos Aires por Skype a la hora en que empezaba allá la transmisión (mucho más temprano que en Chile), enfocaba la cámara de la computadora hacia el televisor, y yo cenaba mirando la serie a través de Skype. Con ese sistema precámbrico e ingenioso vi ese final, que para mí siempre será un final levemente pixelado.
Sucede desde hace años: allí donde yo me enredo o desisto, Diego aplica un plan tan delirante como práctico -en mis términos: a otros les parecerán disparates- que lo resuelve todo. Hace un tiempo consiguió, en una obra en construcción, un arnés, sogas y un par de obreros que lo ayudaron a izarse varios pisos hasta nuestro departamento para entrar por un balcón, porque había cerrado la puerta -imposible de abrir si no es con un cerrajero especializado- dejando la llave adentro, mientras yo estaba en Xalapa.
Hace poco leí, en un perfil de Bruce Springsteen que hizo el periodista norteamericano David Remnick, algo que dijo Patti Scialfa, la mujer del Boss: "Cuando tu arte te ha dado tanto, tu capacidad de crear algo se convierte en tu medicina. Eso es lo único que te ha dado esa estabilidad, esa alegría, esa autoestima. Y te pones en plan: 'Esta parte de mí no la va a tocar nadie' [...]. Creo que algunos artistas pueden ser propensos a proteger el pozo del que sacan su inspiración, y lo hacen tan bien que en realidad están protegiendo al mismo tiempo partes malignas de sí mismos". Acabo de pasar tres meses encerrada, escribiendo. Días y días iguales, desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche, cayéndome de sueño, de rabia, de ansiedad, de angustia, de desánimo. Diego estuvo allí, a prudente distancia, sabiendo que yo empezaría a chillar -parafraseando a Kafka- apenas alguien rozara las cadenas que me tenían atada a lo que estaba haciendo. Me ayudó a mantenerme aferrada a mi decisión -el encierro-, a rechazar invitaciones, viajes, salidas con amigos, cafés, cumpleaños y visitas. A lo largo de 12 semanas me vio sudada, demacrada, zombi y ausente. Soportó que deambulara por la casa pensando en otra cosa, que respondiera a sus comentarios con un "uhum" casi indiferente. Un día, en el clímax del desastre, uno de esos abismos que tiene la escritura y a los que uno se arrojaría con gusto para que todo terminara de una buena vez, me miró y me dijo: "No es obligación".
Hace rato que nadie me cuida las espaldas, si es que alguna vez alguien me las cuidó. Pero cuando las cosas se ponen negras, cuando todo parece impensable, hay alguien que, con una carga de sabiduría pragmática, transforma lo absurdo en lógico, lo imposible en apenas complejo, y señala las partes malignas con frases simples despojadas de juicios de valor. Toda esta perorata para decir lo obvio: que en la vida hay que tener un cómplice. Alguien que vea mejor que uno en medio del diluvio y la tormenta.