Una consideración sobre las mayorías y la democracia en una república democrática puede iluminar cinco tópicos en el actual debate. En estos regímenes los asuntos públicos se deciden por representantes populares que deliberan y negocian en busca de acuerdos y que los zanjan por regla de mayoría si no alcanzan consenso. Esta forma es la única compatible con la noción de que todos valemos igual, piedra angular y viga maestra sobre la que se erige toda la construcción cultural de la democracia.
No obstante, la regla de mayoría no agota el concepto de república democrática. La forma en que los diversos poderes son elegidos o designados, para así asegurar que sean representativos; la cantidad y el tipo de poder que radicamos en cada uno y la forma en que colaboran y se controlan esas distintas agencias, de modo de asegurar que ninguno detente un poder que pueda devenir en tiránico; los modos en que aseguramos que la deliberación sea transparente, para que así la ciudadanía pueda incidir en los asuntos públicos a través del ejercicio de la opinión, las manifestaciones y las amenazas de no reelección; las formas de participación ciudadana más directa, y otros arreglos análogos, son todas materias que quedan definidas en un texto constitucional que regula el juego de mayorías y minorías, de forma de maximizar la racionalidad, representatividad y transparencia en las decisiones que se adoptan en las esferas del poder. Esas reglas que establecen el modo de constituirse y ejercer el poder, así como los derechos políticos de los ciudadanos constituyen la llamada parte orgánica de la Constitución.
Esta forma de concebir la república democrática nos permite iluminar cinco debates de estos días:
El primero es que el retintín de las "mayorías ocasionales" es una forma de desprecio a las únicas que pueden zanjar legítimamente nuestras diferencias. Toda mayoría es ocasional, pues no sabemos cuánto durará. La de hoy merece el respeto que amerita la única a la que podemos atenernos. Tras la frase de "mayoría ocasional" se esconde entonces desprecio por la regla de mayoría y la esencial igualdad de todos.
El segundo es que las reglas constitucionales que fundan y organizan el poder deben imponerse a las mayorías. Estas reglas orgánico-constitucionales son más o menos precisas, por lo que no es problemático que, al menos para esa parte de la Carta Fundamental, exista un control judicial que someta la política al derecho.
El tercero es que solo las normas que constituyen la democracia y los derechos que son presupuesto de tal sistema deben imponerse a las mayorías. Nada justifica que existan reglas no constitucionales, no constitutivas del orden conforme al cual deliberamos y resolvemos, que sean indisponibles a la mayoría. Las leyes orgánico-constitucionales, que solo pueden modificarse por los 4/7 de los diputados y senadores en ejercicio, otorgan a las minorías que quieren conservar el orden un privilegio incompatible con la noción de que todos valemos lo mismo.
El cuarto: La república democrática sometida a reglas no repugna la presencia de expertos ni la deliberación extraparlamentaria en comisiones, pero la labor de estas debe ser marginal. El lugar democráticamente más apto para escuchar a los expertos y deliberar es el Parlamento, en el que hay más transparencia y donde los actores están sujetos al periódico escrutinio del pueblo, el que puede reelegirlos o repudiarlos.
El quinto es que la captura de la voluntad de parlamentarios por quienes les aportaron dinero, en la medida en que esos aportes se devolvieron con obediencia u oído atento, es una forma de tergiversar el núcleo esencial de la representación de las mayorías. Tratarlo como una mera cuestión tributaria, como se ha ido imponiendo, es una distorsión que no entiende y subvalora la democracia. Tal actitud dejará una estela de justificado malestar ciudadano del cual será difícil recuperarnos. Toda la verdad, y la justicia, en la medida de lo posible, debiera ser la consigna democrática en esta materia.