Es 1991 o 1992, mi primer día de mi primer trabajo como periodista en la revista "Página/30", del diario Página/12. No sé por qué, pero me he puesto un saco color rojo que no uso nunca y que no volveré a usar. Llevo un bolso en el que no tengo nada: nada que sirva para hacer mi trabajo porque, sencillamente, no sé cómo hacerlo. Estoy aquí porque el director del periódico, a quien no había visto antes en mi vida, leyó un texto que escribí, le gustó, lo publicó, y seis meses después me ofreció ser redactora de esta revista que recoge a las mejores plumas de la no ficción argentina. Pero yo soy una completa desconocida, y no soy periodista.
Me anuncio y la secretaria me hace pasar a la oficina del director. Converso con él brevemente. Me dice que solo puede darme un consejo: que las puertas que no se abran las abra yo, a patadas, y que, por lo demás, me defienda como pueda. Después, la secretaria me conduce hasta la redacción, que funciona en un entrepiso. Me presenta a los dos editores, a la redactora y se va. Los editores tienen escritorios individuales pero las redactoras compartimos uno, además de la máquina de escribir. Hay un solo teléfono para todos. Al fondo, en una mesa perpendicular, están el diseñador y dos fotógrafos. Todos son amables conmigo, pero puedo percibir que despierto sospechas: ¿Qué hace esta mujer acá, quién la conoce? El editor jefe me indica que me acerque, así que llevo la única silla disponible hasta su escritorio. Me habla de la dinámica de trabajo, de los horarios. Después, me encarga un artículo sobre el caos de tránsito en la ciudad de Buenos Aires. Me sugiere que busque datos de lo que sucede en otras grandes urbes, que hable con académicos y funcionarios del Ministerio de Transporte, con taxistas, conductores, colectiveros, que lea tales y cuales libros. Me da, en realidad, una clase de periodismo en cinco minutos. Tomo nota de todo. El plazo de entrega es de un mes. Arrastro la silla hasta el escritorio que comparto con la redactora, que me pasa algunos números telefónicos que pueden serme útiles y me indica que para entrevistar a funcionarios del Ministerio de Transporte tengo que hablar con Prensa. Por un instante, creo que Prensa es el nombre de una persona, hasta que entiendo que es un departamento que se ocupa de la relación con los periodistas. Ese día compro un grabador, casetes, y regreso a mi casa profundamente asustada. Una vocecita dentro de mí chilla enloquecida: "¡¿Cómo voy a hacerlo, por qué dije que sí?!". Otra voz seria, omnipotente, jactanciosa, la aplasta: "Lo vas a hacer". Desde entonces, a lo largo de días, ambas voces se alternan. La vocecita histérica me inocula dudas, inseguridad, certeza de catástrofe. La voz seria es un bramido que tracciona y ordena avanzar sin hacerse preguntas. Así, alternativamente, me hundo en el miedo o floto en las aguas del optimismo, siempre con la adrenalina a niveles máximos y transformada en un ser psíquicamente inestable. En las noches, antes de dormir, pienso en el texto que escribiré: imagino arranques, metáforas, escenas. Finalmente, me encierro en mi departamento y escribo. Apenas empiezo a hacerlo, la vocecita histérica se esfuma. Escribo con jactancia, con el ego a tope, con emoción, con arrebato. Al terminar, la vocecita reaparece y susurra sibilinamente una posibilidad bestial: que el texto sea una porquería. Sin embargo, al día siguiente, cuando llego a la redacción con una docena de páginas mecanografiadas en mi Lettera portátil y las entrego al editor, estoy envuelta en vanidad y jactancia como quien entrega una obra maestra. Me siento a esperar simulando hacer otra cosa. Lo miro pasar las páginas. No hace ninguna anotación. Ningún gesto. No siento miedo sino ira ante la posibilidad de que el texto le parezca malo. Cuando termina me llama. Me dice: "Tenían razón. Escribís". No dice "bien". Dice "escribís", y a mí me parece un elogio desmesurado. Me hace algunas indicaciones y me pide que lo corte un poco. El artículo se publica en el número siguiente bajo el título "Los agentes del kaos".
El rito se repite mes a mes. A veces yo propongo un tema, a veces me lo encargan los editores. Lo que no cambia es el pánico a no poder hacerlo, alternado con la prepotencia de que podré hacerlo mucho más que bien. Ese pánico es inversamente proporcional a mi búsqueda de temas más complejos y, cuanto más complejo es el tema, más se intensifica la certeza del desastre: nunca antes falló, pero esta vez fallará. Sin embargo, no me detengo. En mi torre de dudas, desconocimientos, ignorancia, pavor, avanzo. Por voluntad, por tozudez, por ceguera, por ambición, porque lo necesito desesperadamente. La escritura empieza a ser una maquinaria sujeta a ese proceso de desgaste: pánico, certeza de fracaso, omnipotencia, euforia.
Nunca dejará de serlo.
Han pasado años. Ayer escribí unos párrafos embalsamados, estériles. A lo largo de todo el día me sentí triste y humillada, por ser capaz de traer al mundo una cosa tan muerta.
No hay que pedir nada. Pero si pudiera, pediría que, por los años de los años, sea como fue al principio. Que escribir sea siempre, como entonces, escribir a la intemperie.