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Editorial
Viernes 30 de marzo de 2018
Responsabilidad del Tribunal Constitucional
"Sin el Tribunal Constitucional y su control preventivo, la Constitución volvería a ser una mera recomendación para los parlamentarios, pero no una norma jurídica...".
Si las leyes aprobadas por las mayorías circunstanciales del Congreso no pudieran someterse a un examen de constitucionalidad por un órgano jurisdiccional, querría decir que esas mayorías y sus iniciativas legales serían en la práctica el marco constitucional para sus conciudadanos.
Esa fue la conclusión a que arribó, en febrero de 1803, la Corte Suprema de Estados Unidos. Ese tribunal se formuló entonces la misma pregunta que se están haciendo hoy los parlamentarios de centroizquierda: ¿puede una ley violar la Constitución? ¿Cabe que un tribunal la objete? La respuesta fue: sí, puede, y en tal caso debe ser invalidada. De lo contrario, escribió el presidente de la corte y juez John Marshall, la ley sería la Constitución misma. No habría diferencia alguna de rango entre ambas normas y habríamos otorgado al legislador una peligrosa calidad: infalible redactor de la Constitución misma en cualquiera de sus leyes simples. En un histórico y celebrado caso, conocido como "Marbury v. Madison", se registró la primera sentencia judicial declarando inconstitucional una ley.
Con todo, contener impulsos legislativos que lógicamente expresan una mayoría política -de otra manera no se transformarían en leyes- es una labor impopular, y en medio de un ambiente político que ha ido perdiendo las formas, muchos representantes políticos formulan críticas destempladas. Algunos no advierten que el Tribunal Constitucional y su control preventivo integral de ley protegen precisamente los derechos de las minorías reflejados en la Carta Fundamental.
Todas las democracias serias del mundo recurren a algún órgano, tribunal o corte, que juzgue si la ley -el Congreso- ha respetado la Carta Fundamental, que es suprema y a la cual la ley debe adecuarse. Así, en Chile durante esta semana se ha levantado un debate previsible, a ratos tosco, carente de la más mínima sofisticación, porque los críticos más incendiarios vuelven tan atrás como a 1803, o bien a 1920, cuando en Austria y a proposición de Hans Kelsen, se creó el primer tribunal constitucional para juzgar leyes inconstitucionales. O incluso, siendo generosos, se retrotraen al debate académico chileno de la década de 1950, proceso que llevó a la creación del primer Tribunal Constitucional en Chile en 1970, promovido por el Presidente Frei Montalva, apoyado transversalmente y que tuvo precisamente la potestad del control preventivo de la ley.
Con todo, el Tribunal Constitucional es una institución jurídica perfectible y no hay nada subversivo en plantear ese debate -sea sobre ajustes de competencias o adecuaciones de integraciones-, una vez aceptada la necesidad obvia de un tribunal que resuelva nuestros conflictos constitucionales. Pero esa discusión política requiere un piso de seriedad, como el que animó la profunda reforma de 2005. No contribuyen a ello las admoniciones de la actual oposición contra el tribunal frente a una sentencia adversa a sus pretensiones, y el silencio cuando la sentencia le es grata, como lo fue con ocasión de la ley de aborto en 2017, por ejemplo.
El total de leyes aprobadas en los últimos diez años es de 819, con un promedio de casi 82 leyes anuales entrando en vigencia. Contra ese dato, en 2017 hubo un requerimiento parlamentario al Tribunal Constitucional (0,25% del total); en 2016, nuevamente solo uno; en 2015, tres, y en 2014, cuatro. En cuanto a controles forzosos, su estadística, dependiendo de los años, está bajo el 10% de las leyes promulgadas, con muy aisladas declaraciones de inconstitucionalidad.
Se requiere el control preventivo de la ley por el Tribunal Constitucional porque el control represivo sobre una ley que ya entró en vigencia, en Chile, es débil, intrincado, largo, costoso y suele estar destinado al fracaso. Aunque el TC acierte aquí en un sano criterio con su sentencia en un recurso de inaplicabilidad, será la Corte Suprema la que apreciará discrecionalmente cómo impacta esa inconstitucionalidad en el asunto que se discute. El resultado estadístico es pobre, en datos que parecen desconocidos para quienes promueven eliminar o reducir el control preventivo. Entre los expertos se sabe que, sin control preventivo, la Constitución volvería a ser una declaración lírica, una mera recomendación para los parlamentarios, pero no una norma jurídica.