Hay una secuencia en esta película donde el sirio Khaled (Sherwan Haji) explica a una oficial de inmigraciones cómo llegó a Finlandia. Un día, dice, volvió a su casa cerca de Alepo y la encontró destruida, con toda su familia muerta, excepto su hermana Miriam. Huyó con ella hacia la frontera turca, pagó a un coyote por pasar a Grecia, caminó por Macedonia, atravesó Serbia, en la frontera húngara fue separado de su hermana, durante meses la buscó por Hungría, Austria, Eslovenia y Alemania. En Polonia, huyendo del ataque de unos neonazis, se escondió en un buque que lo llevó a Finlandia. Y ahora pide refugio, porque le han dicho que Finlandia es un país de buenas personas.
Este es el relato-tipo de la ordalía que han vivido millares de refugiados del Medio Oriente en el maremoto migratorio de estos años: no solo el cruce penoso de Europa, sino también la xenofobia ultraderechista en los países que fueron parte de la órbita soviética.
Esto ocurre después de que, en el país de las buenas personas, el pacífico Khaled ha sido atacado por tres gigantones de un llamado Ejército de Liberación de Finlandia. Y ocurre antes de que la policía dicte sentencia sobre su petición de refugio con una particular versión de lo que sucede en Alepo.
La asociación temática y visual de estas secuencias es importante, porque crea una cadena de causas y efectos: una cosa demuestra la otra y la siguiente la confirma. Estamos, pues, ante un cine de tesis. Khaled es el objeto de la demostración: Finlandia no es lo que se cree.
Como en toda tesis, hay un segundo pilar. Este es Waldemar Wikström (Sakari Kuosmanen), un empresario que entra en pantalla en forma magnífica, sin una sola palabra: cierra una maleta, deja unas llaves y una argolla y se va. La mujer apaga un cigarrillo en la argolla. Es la separación pacífica más violenta de la historia del cine.
Wikström compra un restaurante de tercera, con un personal de cuarta, y su destino se cruza con el de Khaled, como para confirmar que el país de las buenas personas no es lo que parece, o sea, más o menos que los inmigrantes ilegales no lo pasan tanto peor que los pobres de Finlandia.
Esta debe ser la más compasiva de las películas de Kaurismäki, lo que quiere decir que es como un cubo de hielo dentro de un iceberg. Su cine siempre bordea el nihilismo, del que escapa solo porque filma de modo brillante. Es evidente que Kaurismäki detesta la organización de la sociedad; es menos evidente -pero igualmente cierto- que tampoco siente gran afecto por sus personajes. Khaled es una víctima, y no mucho más que eso: su identidad se resume en esa condición maldita. Wikström es lo que anuncia su aparición: un hombre hastiado, y solo en él hay un destello humano con su acto de conmiseración. Los demás son solo figuras en el paisaje.
Pero, al final,
Al otro lado de la esperanza es eso: la desesperanza.
Toivon tuolla puolen.
Dirección: Aki Kaurismäki.
Con: Sherwan Haji, Sakari Kuosmanen, Ilkka Roivula, Janne Hyytiäinen, Nuppu Koivu, Simon Al-Bazoon.
100 minutos.