Un científico importante, sí. También un gran divulgador de la ciencia. Pero la faceta que quedará para siempre en mi memoria es la de explorador, de aventurero, porque fui testigo privilegiado de ella.
Fue en agosto, en 1997, gracias a una iniciativa de la Fuerza Aérea de Chile y el físico Claudio Bunster, principal gestor de su venida a nuestro país. Stephen Hawking, junto a un connotado grupo de científicos extranjeros y chilenos, más un puñado de periodistas, entre ellos quien escribe, viajaron a la Antártica como cierre del seminario Agujeros Negros y Estructura del Universo, organizado por el Centro de Estudios Científicos de Santiago.
La visita al continente blanco fue el gancho que lo hizo aceptar la invitación a Chile; quería conocer el punto más austral del planeta. Un viaje nada fácil: a sus problemas de movilidad se sumaba el invierno, que podía impedir cualquier vuelo a esas latitudes.
La aventura comenzó en Punta Arenas, en un Hércules C130. Al abordar, Hawking desechó el asiento que le tenían preparado; quería viajar en la cabina del piloto. Ahí debió instalarlo su enfermera, acostumbrada a que un "no es posible" no existiera en su vocabulario. Observé, desde un lugar privilegiado, cómo sus ojos celeste intenso -contenedores de toda la expresividad que su cuerpo inmóvil parecía haber perdido- no se despegaron de la ventana, donde los picos nevados y el hielo asomaban imponentes entre las nubes.
Luego de aterrizar en la Base Presidente Frei, con 16° bajo cero, se negó a bajar en brazos de sus asistentes; quiso rodar por la nieve con su silla, que se atascó innumerables veces.
Antes de entrar a la base, su vista se detuvo en una moto de nieve estacionada en la entrada. Tampoco hicieron efecto las advertencias de riesgo de su staff médico. Su pelirroja enfermera debió montarse en el vehículo -con Bunster como improvisado piloto-, y tomar en brazos a Hawking. Tras avanzar unos metros, patina la moto y caen los tres al suelo. Caos, todos corren desesperados a levantarlo, presagiando lo peor. Él parece disfrutarlo.
Poco más de una hora después, pidió subir a un helicóptero, desde donde pudo observar el paisaje de nieve, el mar congelado y una colonia de pingüinos corriendo asustados por el ruido. Al atardecer, sin dar tregua a sus anfitriones, montado en un vehículo snowcat, despidió al sol mientras se hundía en el mar de Drake.
Un día extenuante para cualquier persona, más para él, pensé, atrapado en un cuerpo frágil. No fue así. Al volver y tras descansar unos minutos, se reunió con sus colegas científicos para discutir sobre el futuro de la física y, más tarde, se dio el tiempo de pasear entre los invitados en su silla de ruedas, la que obedecía instrucciones de la única parte de su cuerpo que todavía podía mover: uno de sus dedos.
Y aprovechó de comentar, con la voz ecualizada de su computador y tras un lento tecleo, que no tenía problemas si, al día siguiente, el clima no nos dejaba viajar de vuelta: "Si demoró siete semanas en estar bueno el tiempo, en siete semanas aquí podemos resolver todos los problemas de la física".
Al cerrar su visita, el general de la FACh Jorge Sandoval le regaló su propia chaqueta de piloto como un homenaje a su fuerza y espíritu de frontera. "Ahora ya puedo iniciar mi viaje a las estrellas", agradeció con su voz metálica.
Un aventurero, sí. Difícil en el trato, autoritario y cascarrabias, dicen algunos. Pero lo que me quedará para siempre en la memoria es su desbordante pasión de vivir.