Esta es una película cautivante, a ratos encantadora y, sin embargo, moralmente perturbadora. Para empezar, El Proyecto Florida es un título sarcástico, porque fue el nombre que se le dio, antes de ser construido, al complejo de Disneyworld, en Orlando, Florida. El filme se sitúa en la periferia del parque, en ese mundo de outlets y moteles baratos para turistas con poco dinero. En el Magic Castle Motel, como en los otros del sector, también vive gente en forma permanente, empleados de nivel bajísimo, familias pobres y personas que están al borde de la calle.
En esta condición vive Moonee (Brooklynn Prince), con su madre, Halley (Bria Vinaite), una descuidada veinteañera que probablemente salió de casa en la adolescencia, no ha tenido formación, no logra conseguir empleo y vive de los servicios sociales y la caridad. Pero Moonee no sabe de esto: tiene 6 años. Tampoco lo saben sus amigos Scooty (Christopher Rivera) y la nueva Jancey (Valeria Cotto), con quienes pasa un verano de juegos y helados en los pasillos del motel. Si no fuera por el resignado y generoso administrador, Bobby (Willem Dafoe), Moonee y su madre estarían en la calle.
La película adopta el punto de vista de los niños. Muy a menudo, la cámara está a su altura, incluso evitando a los adultos. Estos niños tienen cierta deriva salvaje: responden con insultos, son agudos y mentirosos, y pueden jugar a escupir autos o a producir incendios. Pero tienen 6 años, esa edad donde todo se explica, en la buena, por su inocencia, y en la mala, por sus criadores.
El director Sean Baker -hombre interesado en los márgenes- busca un muy difícil equilibrio entre el mundo de magia de los niños y el de infamia de los adultos. Las malas conversaciones quedan casi siempre en segundo plano, las peores cosas solo se pueden deducir y la pendiente general que sigue el relato es apenas sugerida. Se ha propuesto hacer convivir El mago de Oz con Kids.
De aquí nace la incomodidad moral. Esta es una película infantil en todo lo que tiene que ver con la mirada de los niños, reproducida con una voluntad similar a la del neorrealismo (Los niños nos miran, Lustrabotas). Pero en todo lo que circunda a los niños, y en especial a Moonee, es antiinfantil, el relato de unas vidas disimuladamente desgraciadas en las que los niños tienen también el aire disimulado de un pretexto político: el reiterado lado-oscuro-del-sueño-americano, a través de una niña que no entiende su entorno. No estamos muy lejos de La vida es bella, esa catedral de la manipulación.
Hay unos 20 minutos de sobra, aunque la agobiante rutina de la pobreza merezca algún reflejo entre tanta voluntad sociológica. Se pueden entender también como esfuerzos adicionales por subrayar la empatía con este mundo de infortunio.
Y esto último reitera las preguntas acerca de la utilización y la manipulación. En fin: una película moralmente perturbadora.