La de ayer en Iquique fue la homilía más religiosa del Papa Francisco, la más cargada de Espíritu, la más centrada en el Evangelio, y por qué no, la más alegre y jubilosa de las tres: toda una fiesta. No en vano se trataba de la Misa de la Virgen del Carmen y Oración por Chile.
Es un gozo comprobar que el Papa lo pasó visiblemente bien en Lobito.
El Evangelio de la misa contaba las bodas de Caná de Galilea, donde Jesús hace su primera aparición pública en un festejo nupcial de aldea, anticipando aquella "alegría plena" que será, antes de padecer por nosotros, su genuino testamento final. Jesús inaugura la buena nueva del Reino con un milagro que es doblemente extraordinario: lo es por el prodigio de convertir agua en vino, pero lo es también por lo escandaloso del prodigio: había que regar, y regar bien, esa fiesta de bodas que estaba a punto de aguarse (¡y cuánto partido saca Francisco a aquello de "aguarse", de "aguarse la fiesta" de la vida!
Enormes tinajas de insípida agua se convierten en el mejor de los vinos para alegrar los corazones. ¿Quién advirtió que el vino empezaba a faltar? La Madre de Cristo, atenta a todo, al chasco que se venía encima de los dueños de casa. ¿Y quién moviliza el gran poder de Cristo con esa simple advertencia? Ella misma, a quien su Hijo nada puede negarle.
Y así, de la alegría de esa fiesta popular pasa el Papa a la profunda alegría de vivir, esa alegría que tiene su raíz en Cristo mismo. Estamos en el norte, en esa patria de la piedad popular y santuario de amor a María. ¡Con qué alegría celebra el Papa esas fiestas y músicas y bailes religiosos que honran a la Madre de Dios, la Virgen de la Tirana, la Virgen Ayquina, la Virgen de las Peñas!
La piedad popular celebra con canto y baile la paternidad de Dios, su providencia, la maternidad divina de María, celebración que a su vez produce esos frutos estupendos de "paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desprendimiento, aceptación de los demás, devoción": Son palabras de Pablo VI, a quien Francisco cita: "Actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad", tal vez en gente seria y formal y profunda que sospecha de tanto jolgorio popular. Y así se cumple la palabra de Isaías: "Entonces el desierto será un vergel" (Is 32, 15), porque al Papa le asombra el contraste entre el desierto más seco del mundo y este vergel, que es vergel de María.
Bien sabe el Papa que esa tierra del norte es de modo especial una tierra que ha acogido numerosos inmigrantes. Y se alegra de esa estupenda cosa que es la hospitalidad con que se recibe a quienes vienen de otras latitudes: almas grandes que carecen de lo mínimo, y que emprenden con admirable coraje la aventura de buscar para sus familias un destino mejor. Son los que tienen la vida "aguada" por la falta de oportunidades, por la explotación, por el trabajo precario, si es que lo tienen.
Bien poca o ninguna alegría puede haber para el que disfruta de lo suyo a puertas cerradas, mientras que afuera está el que carece de techo, de tierra, de trabajo, o que incluso es víctima de esos aprovechadores que los traen y llevan con engaño y para su ganancia propia. El imperativo es "dar una mano", hacer a otros parte activa del propio baile y festejo, hacer que lo aguado de sus vidas se transforme en un licor maravilloso: el de la alegría cristiana, el de la caridad y hospitalidad cristiana, ¡hospitalidad festiva! Y así entre cultura y cultura puede llegar a haber un verdadero intercambio de sabidurías.
En los compatriotas del norte nos hace Francisco una llamada a todos los chilenos, para que sepamos reconocer a quienes tienen la vida aguada, de la forma que sea; a quienes han perdido las razones de celebrar. Hay que saber clamar a Cristo "¡no tienen vino!", pero hay que saber procurárselo, para que alrededor nuestro no pierda nadie la alegría de la fiesta, para que nadie quede fuera de la alegría del Evangelio y del anuncio de la Buena Nueva de nuestra salvación en Cristo Jesús.
IGNACIO VALENTE