"Siempre me gustó el estilo de los Evangelios de no decorar ni endulzar los acontecimientos, ni de pintarlos bonito. Nos presentan la vida como viene y no como tendría que ser". Palabras del Papa Francisco en la Catedral ante los religiosos, que todavía resuenan como muchas otras de sus distintas intervenciones y homilías en este suelo chileno de donde está a punto de partir. Entonces hablemos claro, sin eufemismos, sin lírica, aunque duela: la visita del Papa fue empañada por la incomprensible presencia en las distintas actividades del mismo, de un obispo, el obispo Barros, cuestionado por víctimas de ser cómplice (pasivo, pero cómplice) de los abusos sexuales del padre Karadima, y por parte de su comunidad, en Osorno, que lo ve no como un pastor que reúne, sino que divide.
No nos engañemos: una visita que pudo ser impecable y que tuvo momentos emocionantes, preñados de sentido, deja tras de sí una estela de interrogantes, cuestionamientos, un cierto sabor amargo. Sobre todo entre muchos creyentes que vieron en la rotunda declaración del Papa sobre la vergüenza ante los abusos de menores, la posibilidad de un nuevo comienzo: la de la expulsión del templo de los abusadores y cómplices de esos deplorables abusos. Pero eso no ocurrió. Jesús lo habría hecho. Y creo que Ratzinger también; él fue más rotundo en este tema y, además, tuvo el coraje de renunciar en un momento de crisis (y por otros temas), cuando vio "que no se la podía".
Compárese ese gesto valiente y honesto con el estilo olímpico del obispo Barros, que en vez de retirarse de la escena para no seguir dañando la visita del Papa, se mantiene en el centro de la atención, con la anuencia del mismo Papa. Se me dirá que Francisco no es Jesús, sino Pedro. Es cierto. Y Pedro le falló muchas veces a Jesús. Pero "por sus frutos los conoceréis": otra vez Jesús, impecable, implacable, luminoso por su coherencia entre palabra y acción. Y esa afirmación cobra hoy más actualidad que nunca: si hay algo que caracteriza y que es muy positivo de la sociedad de la transparencia en que vivimos, es que la esquizofrenia entre el discurso y la acción se hace patente, se amplifica. Ahí están las fotos e imágenes del obispo Barros saludando sonriente a un Papa que minutos antes había hablado con radicalidad y emoción sobre lo inaceptable de los abusos sexuales contra inocentes.
Francisco invitó a los religiosos reunidos en la Catedral a escuchar la realidad, "ir al encuentro de aquel que lo está pasando mal, que no ha sido tratado como persona". Pienso en Hamilton, Murillo y tantos otros, héroes que sobrevivieron a la devastación que supuso el daño a su intimidad de jóvenes idealistas por parte de psicópatas disfrazados de sacerdotes. Ellos sufrieron el desdén e indiferencia de altas autoridades eclesiásticas en nuestro país, ellos cruzaron el infierno que se instaló adentro de la misma Iglesia. Sin su lucha tesonera y solitaria, probablemente hasta Karadima habría estado oficiando misa al lado del Papa. Por eso nos sume en la perplejidad ver a un Papa inmune ante un clamor profundo de nuestra sociedad, que ha elevado sus varas de impecabilidad y coherencia.
El siglo XX fue un siglo de grandes palabras y discursos invalidados por el abismo entre ellos y la realidad: por eso nosotros somos el siglo de la sospecha ante la palabra, de la crisis del lenguaje. Al catolicismo le puede pasar lo mismo que al marxismo y a todas las grandes utopías, que ahora son solo ruinas, pues las palabras que enarbolan están vacías, son "flatus vocis" (palabras vacías). Y Francisco parecía representar todo lo contrario. ¿Qué pasó, Francisco? ¿Por qué esta incoherencia flagrante? ¿El sino de Pedro es equivocarse una y otra vez?
Se me acusará de ser muy radical: ¿pero no es el mensaje de Jesús -en su esencia- pura radicalidad? ¿O es preferible que "decoremos" y "endulcemos" la cruda realidad? ¡No! Jesús -pero también Francisco- al pie de la letra. Esos son los signos de los tiempos.