Es un misterio significativo cómo algunas personas adquieren la categoría de sabios, título informal que es otorgado por la prensa y por esa entidad abstracta llamada "el público". Me imagino que en épocas anteriores -digamos la de Alonso de Ovalle y la del abate Molina- la posesión de un compendio de conocimientos bastaba para distinguir a un individuo de la gran mayoría iletrada.
Hace medio siglo era Alejandro Lipschutz el más notorio de los integrantes de la categoría. Al verlo aparecer en la televisión hablando con acento extranjero, uno preguntaba quién era y algún adulto contestaba despreocupadamente: "es un sabio". Y extrañamente no había contrapregunta, es decir uno no averiguaba en qué consistía su sabiduría. Y diría que casi daba lo mismo. Era reconfortante enterarse de que había un sabio tan cerca de uno, alguien de características medio esotéricas, cercano al mago Merlín.
Es posible que las sociedades necesiten -en términos arquetípicos- la existencia de sabios y por lo mismo invistan como tales a algunos individuos. Del mismo modo en que se hacen necesarios cada cierto tiempo los criminales monstruosos, los chacales, cuya presencia amenazante nos purifica por el miedo y por la maravillosa constatación de que no somos como ellos.
Junto a la necesidad social de sabios y criminales hay que considerar también una condición similar en relación a los santos y a los bufones.
Me he dado cuenta de que habitualmente se entrevista en forma oracular a Gastón Soublette y a Humberto Maturana. Antes se hacía lo mismo con Alejandro Jodorowsky, pero sus opiniones en las redes (que pasarían inadvertidas en un libro de psicoanálisis) le han quitado el favor de los celebradores de ídolos.
Otro que está siendo reclutado como sabio es un astrónomo, José Maza, que de vez en cuando deja el telescopio para echar unas ojeadas a nuestra preocupante realidad. A Claudio Naranjo igualmente se le pregunta por diagnósticos sobre Chile y el curso de la humanidad en su conjunto. Me da la impresión de que esta clase de preguntas siempre requieren de respuestas alarmantes, admonitorias, que nos revelan que en pos de fines espurios hemos perdido valores fundamentales que supuestamente no descuidaban nuestros padres y abuelos.
Me imagino -parafraseando la famosa observación de no sé quién- que nadie es tan sabio para la gente que vive cerca suyo. La función iluminada de la sabiduría corresponde más bien a una fantasmagoría social. Digamos, los sabios no levitan por las noches, y perfectamente un antropólogo ilustre y filantrópico puede hacer una pataleta en su casa por un mantel manchado.