Ignoro por qué los fantasmas hablan en una frecuencia tan distinta a la de los vivos, en qué momento del tránsito al más allá su voz se volvió grave, pausada y admonitoria. Supongo que ese modo de hablar ha sido imaginado por actores y directores de cine, creándose una convención acústica, un lugar común.
Creo haber visto fantasmas, pero jamás he escuchado a ninguno. A veces, en la semivigilia, en la baja de la guardia, se cruzan voces en alguna parte de mi conciencia, voces que no pertenecen al continuo de mis pensamientos, y es extraño porque parecen residuos que se hubieran proyectado desde un lugar desconocido. De esta manera se pueden oír frases como "pintura verde río", que no corresponden a ninguna dimensión de la experiencia reciente. La voz con que se enuncian esas frases es igualmente inclasificable. Perfectamente podrían venir con acento radial argentino o con el tono de un huaso de Colchagua.
Entiendo perfectamente el sentido de la meditación, ese declive que tiende a la supresión de los pensamientos. Ser por un tiempo indeterminado algo distinto a la parte programada de nuestra individualidad. Sentirse -como me contaba alguien en alusión a unos ejercicios místicos- el mar y el bosque y el viento que va entre uno y otro.
Cuando mis hijos eran muy chicos y estaban tocados por la vara de la hiperquinesis, necesitaba calmarlos al final del día, antes del baño, de la comida y del sueño. Entonces salíamos a una terraza y aprovechando el viento que había y los árboles que se divisaban, les sugería que fueran árboles por un rato: estáticos en un punto, sin más movimiento que el que el viento podía generar en sus brazos en alto. Era un método útil, en tanto esa remisión fuera de sí mismos les devolvía una especie de centro desestibado durante el día.
En su libro sobre la vida y obra de G. M. Hopkins, Neil Davidson menciona (cito de memoria) "el cantito o tono de fantasma que se reserva habitualmente para la poesía". Hay una doble convención aquí: la que formatea el tono de los fantasmas y la que formatea el tono en que se lee poesía en voz alta.
Por cierto, no me cabe duda de que la poesía es una experiencia con la despersonalización y el más allá (al menos el más allá del entendimiento), pero nada justifica que sepultemos la voz en este trámite como si quisiéramos pasar por almas en pena.
Una de las paradojas de la poesía consiste en el hecho de revelarse en el silencio, en circunstancias de que está armada con unidades sonoras. Son los "mágicos, callados contrapuntos" de los que hablaba Quevedo. Al traspasar esa música silenciosa a nuestras cuerdas vocales, los resultados no pueden ser sino inciertos. Se trata de un fenómeno anómalo en todos los frentes, tanto que aún la poesía que incluye parlamentos dramáticos (digamos, por ejemplo,
La tierra baldía) suena pésimo cuando los que la leen son actores de teatro, que tienden a tomar estos parlamentos como parte de un guion.