A raíz de
El banquete celestial, de Donald Ray Pollock (1954), se ha comparado al autor con Cormac McCarthy, William Faulkner y Flannery O'Connor. Sin embargo, nada en común muestra Pollock con los referidos narradores ni tampoco con la mayoría de las obras publicadas en Estados Unidos que llegan a nuestras costas: no posee la densidad impenetrable del primero, tampoco pretende crear una mitología al estilo de Faulkner y está lejos del gótico sureño de O'Connor. Pollock es inmediatamente accesible; escribe en una forma más cercana a la del siglo XIX -a veces a la manera de un Balzac, otras mostrándose próximo a Dickens-, recuperando una tradición realista de buena ley, exagerada, a ratos caricaturesca: es cómico aun en los momentos más horripilantes de
El banquete celestial. Y tiene, por cierto, una fuerte conciencia narrativa, pues cuenta tantas cosas que resulta imposible recordarlas, sin que ello perjudique el desarrollo del relato. Si hubiera que categorizar a este libro dentro de un género específico, tendríamos que decir que estamos ante una novela picaresca y de aventuras. Se trata de una saludable excepción en medio de tanto experimento y tanta incertidumbre de la actual novelística y, en ese sentido, aun cuando escriba en inglés, Pollock se acerca mucho más a los prosistas españoles y a los latinoamericanos que a los de su propia nación.
En 78 capítulos un tanto breves y autocontenidos, seguidos de un suculento epílogo,
El banquete celestial despliega un vasto caleidoscopio de la sociedad norteamericana antes de la Primera Guerra Mundial, deteniéndose sobre todo en los sectores más desposeídos, abandonados, incluso al borde de la inanición que poblaban los estados de Georgia, Alabama y Ohio (de donde Pollock es oriundo). Cane, Chimney y Cob, aún niños e hijos del viudo Pearl Jewett, se alimentan, literalmente, de sapos y culebras hasta la muerte del padre. Inspirado por los libros baratos sobre heroicos villanos que encienden su imaginación, Cane, el más inteligente de los tres, decide formar, junto a sus hermanos, uno muy violento y el otro absolutamente estúpido, una banda de forajidos que se apoderarán de casas asesinando a sus habitantes, robarán ganado, despojarán de todas sus posesiones a cuanto transeúnte con quien se topen, asaltarán bancos. Lo más increíble es que, a pesar de que al principio ni siquiera saben manejar armas de fuego, todo les sale bien o más o menos bien y llegan a convertirse en una temible asociación de criminales, con sus cabezas puestas a precio.
Mientras tanto, otro chico, Eddie, nacido del matrimonio entre Ellsworth y Eula, que apenas subsiste con lo puesto, huye del hogar y se reúne con Johnny, un viejo desdentado que pretende tocar el banjo, en tanto Eddie hace desesperados e infructuosos esfuerzos con la armónica. Como era dable esperar, terminan tocando en un burdel ambulante, presidido por el proxeneta Blackie, el matón Henry y las primorosas, vale decir, horribles y cuasi ancianas prostitutas Matilda, Esther y Peaches. La ambición de Blackie y su séquito consiste en instalarse cerca del campamento de soldados que se aprestan a combatir en la inminente conflagración bélica.
Y aquí entra a tallar Vincent Bovard, teniente de elevada cultura, conocedor de los clásicos grecorromanos, educado y criado en Filadelfia y cuya novia lo dejó por encontrarlo demasiado aburridor, lo que está a punto de causar el suicidio del apuesto oficial. Bovard bruscamente interrumpe su carrera en Harvard para enrolarse en el ejército, imbuido de altos ideales inspirados en Pericles, Demóstenes, Julio César y otros grandes estrategas. El problema es que todos sus subordinados son, con suerte, semianalfabetos, que en el mejor de los casos creen que Alemania es un pueblito en alguna parte del Medio Oeste y que, aparte de su nula condición intelectual, muestran una total ineptitud física, no ya para un enfrentamiento bélico, sino incluso para llevar a cabo los ejercicios más elementales que se requieren para pertenecer a un destacamento militar. Por si fuera poco, el sargento Malone, a cargo de los pelotones, le da a conocer a Bovard una serie de antecedentes acerca de asuntos, digamos, poco viriles, que son práctica habitual en los medios castrenses.
El banquete celestial se construye en base a estos personajes y a muchos más que coinciden con ellos, y Pollock, en lugar de rehuir la anécdota, salpica su texto con innumerables episodios que, en ocasiones, conforman historias separadas del cauce argumental y en otras, se incorporan a él de modo natural e inevitable. Son tantos, tantísimos, tan variados, que resumirlos es impracticable. En realidad,
El banquete celestial es un fresco narrativo donde cabe lo que venga, especialmente si es obsceno, esperpéntico, estrafalario, inusual y el rasgo de máxima concentración del desatino se encuentra donde precisamente todo debería ser orden y disciplina: Camp Pritchard, en Meade, una localidad al interior de Ohio. Aquí llegan los voluntarios que piensan en abrirse un camino que les parece colmado de oportunidades y esperanzas. De un modo u otro, ahí confluyen los desadaptados, los lunáticos, los piojentos, los chistosos, los ineptos, aquellos sin ninguna gracia o con gracias singulares, en suma, la gente común y corriente. Y ese "riguroso" centro de entrenamiento pasa a ser un estado en miniatura de lo que será el país más importante del siglo XX.