Sería agradable pensar que la falta histórica de entendimiento entre Oriente y Occidente -"El Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente, y jamás se van a encontrar", dice el conocido verso de Rudyard Kipling- se había aliviado gracias al comercio, los viajes e internet. Pero este no parece ser el caso, a juzgar por los errores persistentes que han cometido líderes, comentaristas y la ciudadanía en general en nuestras relaciones con Asia.
Considere primero Birmania, que también se conoce como Myanmar. A los occidentales les sorprende que Aung San Suu Kyi, la ex disidente birmana y actual líder, haya apoyado con su autoridad la expulsión masiva de musulmanes de Birmania a Bangladesh. ¿No es ella la santa de la democracia oriental, adorada por los medios occidentales, ganadora del Premio Nobel de la Paz? Los occidentales pasan por alto que lo que yace oculto detrás de su rostro amable es la máscara de hierro de una budista extrema, total y absolutamente hostil al islam. Suu Kyi hace poco le manifestó a un visitante estadounidense que Birmania no se permitiría sufrir el destino de Java (Indonesia), la que era hindú antes de ser musulmana; hace mil años. ¿Cómo puede una budista actuar con esa violencia contra una tribu de rohingyas, campesinos pobres, difícilmente equipados para conquistar Birmania? ¿No es el budismo esencialmente pacifista?
De hecho, no lo es. Hipnotizados por la bondad viviente que es el Dalai Lama, preferimos no saber que los tibetanos eran un pueblo guerrero que invadió China más de una vez. Preferimos olvidar que los budistas de Sri Lanka exterminaron a los tamiles hindúes y nunca nos interesamos mucho por los predicadores fanáticos de Birmania o Tailandia, que son enemigos implacables de los budistas moderados y las minorías musulmanas. Deberíamos abrir los ojos a ese otro Oriente, y reconocer que el budismo, al igual que todas las religiones, genera sus fundamentalistas e inquisidores.
No entendemos mucho mejor la civilización coreana. Desde Occidente, Corea a menudo se ve como una zona confusa, de transición, una mezcla, de algún modo, de civilización china y japonesa, lo que no es en absoluto. Las tradiciones chamanistas y los orígenes mongoles de la península, la vitalidad de su confucianismo y la coexistencia no siempre pacífica de sus religiones orientales con el cristianismo hacen de los coreanos un pueblo único. Durante una larga historia, los coreanos nunca han dejado de luchar por el reconocimiento de su singular identidad, en Asia y ahora en Occidente. El nacionalismo coreano es fuerte tanto en el Sur como en el Norte.
La disputa entre Norte y Sur no es solo ideológica y militar, sino también cultural. Cada lado sostiene que representa a la verdadera Corea, y la relativa legitimidad del Norte para los norcoreanos -y a veces para los surcoreanos también- tiene que ver con este carácter coreano supuestamente auténtico, contrario al Sur "occidentalizado". Sin tener conocimiento de esta competencia cultural, es imposible entender la naturaleza del conflicto entre las dos Coreas, o la desconfianza coreana con respecto a China y la hostilidad hacia Japón; ellos mismos enemigos eternos. El sentido de distinción cultural también explica su desprecio, que difícilmente se disimula en el Sur, por los estadounidenses.
China representa la apoteosis del malentendido entre Oriente y Occidente. Los comentaristas occidentales vieron el ascenso de Xi Jinping al rango de emperador de facto de China durante el Congreso del Partido Comunista como algo normal y predecible, puesto que China siempre ha tenido un emperador. Es como si no hubiera nada más que entender. Pero esto es ignorar lo que China ha llegado a ser y su historia, y aceptar una leyenda que se remonta a la época de Marco Polo.
La China real es algo bastante diferente: 2 mil años de conflicto entre emperadores autoritarios y las provincias independientes; una guerra social permanente entre la burguesía comercial y la burocracia imperial; una revolución republicana en 1911; y una clase intelectual y clero que han adoptado la causa de la libertad desde la época de Lao Tse hasta Liu Xiaobo. El Partido Comunista ha puesto una tapa hermética sobre esta larga historia diversa y nosotros los occidentales confundimos la tapa con la sociedad china. Aceptamos al pie de la letra la idea de que la ideología que confeccionó Xi -un tercio marxismo, un tercio capitalismo y un tercio confucianismo, sazonado con violencia y corrupción- es una imagen precisa del alma china. Esta es la misma forma en que nosotros en Occidente vimos las cosas hasta 1911, cuando Sun Yat Sen destronó a la dinastía Manchu. El ascenso de Xi no estaba predestinado, sino más bien fue el trabajo de un régimen ininteligible, y por lo tanto impredecible.
¿Puedo mencionar a India, cuya tasa de crecimiento poblacional duplica la de China, y la que pronto va a tomar su lugar como la nación más populosa de la tierra? Esta civilización es tan compleja y sus dioses y lenguas tan numerosos, que difícilmente escuchamos de esta en los medios, excepto en casos de inundaciones o accidentes ferroviarios; a pesar del hecho de que, como una democracia, es un país que deberíamos ver como un aliado natural.
Una ilustración perfecta de nuestra incomprensión de Asia está contenida en la obra "M. Butterfly", de David Hwang. Recién se estrenó una nueva producción de ella en Broadway, cuya dirección está a cargo de Julie Taymor, una de las compositoras de "El Rey León". La obra se basa en una historia verdadera de amor y espionaje entre un diplomático francés en China y una cantante de la Ópera de Beijing. El diplomático descubre, un poco tarde, que su amante es un hombre. En nuestra infinita fascinación con el Oriente, y nuestra buena disposición para suspender el rigor crítico cuando encontramos las diferencias de nosotros mismos, no somos distintos del diplomático engañado en "M. Butterfly". Es un imperativo para las personas serias que eviten las trampas románticas, orientalistas en nuestros encuentros con Asia.
Permítannos terminar, igual que como empezamos, con Kipling. Las primeras líneas de su balada se citan en forma interminable, pero no las líneas siguientes, las que las contradicen:
Pero no hay Oriente ni Occidente, Frontera, ni Raza, ni Nacimiento,
Cuando dos hombres fuertes se paran frente a frente, aunque provienen de los confines de la tierra.
Kipling recomienda fuerza, pero fuerza basada en el conocimiento.
Guy Sorman es economista y filósofo francés, y autor de una decena de libros, incluyendo "El Imperio de las mentiras: la verdad sobre China en el siglo XXI".