Terminó un día más y cada uno de nosotros queda con la sensación de que sucedieron muchas cosas, pero que todos esos sucesos se desvanecieron con la misma rapidez con que advinieron y nos quedamos con nada en las manos.
Trato de retener el llanto de un niño del que fui testigo hoy día mismo, por una pena que era exclusivamente suya, intransferible: lo veo llorando sin consuelo y pienso que nunca olvidaré ese momento. Miles de veces he prometido lo mismo, y miles de veces esos momentos desaparecieron con la rapidez con que se deshace la forma de una nube fugaz en el cielo. Si entonces todos los momentos que nos conmueven e importan se desvanecen irremediablemente, ¿no existe ningún presente sólido en que podamos estar, vivir con plenitud?
Resuena la pregunta desgarrada de Quevedo, poeta del Siglo de Oro: "Ah de la vida... ¿Nadie me responde?/(..) Ayer se fue, mañana no ha llegado/ hoy se está yendo sin parar un punto/ soy un fue y un será/ y un es cansado". Cada uno de nosotros ante ese "irse" de los seres y vivencias inventa estratagemas para retener esta "fuga de tiempo". Fotografiamos los instantes, los congelamos en álbumes (hoy más virtuales que físicos) para volver a ellos cuando ya se hayan ido. Para "volver a ellos": ¡ingenua pretensión! Nunca se regresa al instante perdido ni regresan los instantes a nosotros. La fotografía solo deja una huella, pero una huella no reconstituye un instante. Es más, un recuerdo es la deformación de un instante por la memoria, lábil y mentirosa. Sin la memoria no seríamos nada ni nadie, pero ella no es la verdadera cazadora de instantes.
Tal vez los únicos verdaderos cazadores de instantes sean los contemplativos, los que logran ese milagro que Fausto reclamara para sí en un momento de éxtasis ante Helena: "!Detente, bello instante!". Son tantos los testimonios de plenitud de los contemplativos de las más distintas tradiciones, que uno empieza a preguntarse si esa felicidad no es sino la experiencia del instante por fin recuperado.
Octavio Paz, poeta y pensador mexicano, que había vivenciado el desgarro de la finitud, experimentará en la India, donde fue destinado como diplomático, una nueva experiencia con el tiempo. En su poema "Viento entero", Paz accede, por fin, a una intensidad y plenitud de un instante que parece reunir todos los instantes. Dicha experiencia está mediada por el amor, por la comunión erótica y afectiva con su mujer. Allí dirá "cada caricia dura un siglo", como si la caricia de su amada transformara todo su pasado y futuro, como si fuera acariciado no solo el hombre de 54 años que es él entonces, sino también el niño que fue y el anciano que será: "Tú lees y comes un durazno/ sobre la colcha roja/ desnuda/ como el vino en el cántaro de vidrio (..)/ El presente es perpetuo/ el sol se ha dormido entre tus pechos".
Pero en realidad detrás de ese éxtasis se esconde la aceptación plena de que cada instante se deshace y es cambio, transformación, transición. Y la plenitud consiste en abrazar esa transformación y saber que el cuerpo de la amada es fluir puro, pero que la vida no es la "insoportable levedad del ser"-como dijera Kundera-, sino la gozosa impermanencia de la que forman parte incluso los seres más sólidos: piedras, árboles, montañas. Eso sí es influencia oriental.
"Vi un cielo azul y todos los azules/ del blanco al verde/ todo el abanico de los álamos/ y sobre el pino, más aire que pájaro/ el mirlo blanquinegro./ Vi el mundo reposar en sí mismo./ Vi las apariencias./ Y llamé a esa media hora:/ perfección de lo Finito". Este otro poema está dedicado a Carlos Pellicer, poeta católico, que también cantó la plenitud, pero de una eternidad que trasciende y recoge cada instante. Aquí, en cambio, no hay eternidad trascendente: es el presente el que manifiesta su plenitud en su maduración, como la del fruto que, de maduro, cae del árbol, del árbol vivo del tiempo.
Niño que lloras dentro mío, no tengas pena: ¡el presente es perpetuo!