El socialista francés Dominique Strauss-Kahn ha dicho recientemente que "los valores de izquierda y los valores de derecha no son lo mismo. Los dos son necesarios para el equilibrio de la sociedad; mediante su oposición dialéctica la democracia vivirá lo que (pueda) vivir". De acuerdo. Aunque se insiste que esa oposición izquierda-derecha ha sido reemplazada por otras, en las democracias que consideramos tales sigue vigente, junto a otras polaridades: aquella de apertura a un orden espontáneo, liberal si se quiere; o a uno más regulado, de ejercicio de soberanía económica de aire proteccionista; o las de identidad. Sin embargo, casi siempre en ellos se reconoce una articulación del debate entre derecha e izquierda. El dinamismo político solo podría provenir de la polaridad entre orden e igualdad, como muchas veces se traduce el binomio aquel.
Ahora nos encaminamos a la decisión presidencial en la que con gran probabilidad sea elegido el ex Presidente Piñera, oportunidad para revivir en un ambiente nuevo esa polaridad derecha-izquierda en lo que tiene de vital y dinámico. Sobre todo porque aunque la derecha aparezca en estos momentos más ordenada y la izquierda envuelta en la confusión, en general en los últimos 100 años ello ha sido exactamente al revés. Derecha e izquierda les dan protagonismo a percepciones diferentes y contradictorias, pero cuando es necesario pueden asumir exitosamente lo que fundamenta a su rival. La socialdemocracia alemana desde hace más de un siglo pasó a defender el modelo democrático; lo hacía ya el laborismo inglés. Siguiendo la iniciativa pionera de Bismarck en los 1880, después de 1945 la centroderecha alemana de Adenauer creó un gran Estado social, sostenible además hasta el momento.
De conformarse en segunda vuelta el triunfo de Sebastián Piñera -lo que supongo sucederá-, entre las muchas tareas hay dos campos en los cuales una fórmula de derecha puede llegar a significar ganancia valiosa para todos. La primera es continuar con el desarrollo del Estado social (acompañada también de responsabilidad individual según el caso), pero no a salto de mata como la gratuidad, sino que en proporción con el comportamiento de la economía, que es lo que creativamente puede lograr su coalición, con el antecedente de su anterior gobierno. Incluso en la gran crítica al desarrollo chileno de estas últimas décadas, la desigualdad del ingreso, ella no es demasiado distinta al comportamiento de países que ven mejorar su situación de manera relativamente rápida. De la discusión al respecto que hubo el 2012, de si esa distribución desigual había mejorado o no, al menos una cosa quedó bien en clara, que no empeoró durante el gobierno de Piñera, caracterizado por un crecimiento significativo. Queda camino, pero la situación está lejos del apocalipsis profetizado por un sector del público nacional e internacional.
El segundo es dar un término definitivo a la inseguridad en torno a la Carta Fundamental. Se debe clausurar el parloteo en torno a una Constitución de derechos universales, que supone -vieja utopía americana- que de la ley escrita brotará el desarrollo económico y social, receta segura para precipitarse en la crisis. Para que no sea un acto unilateral y surja una propuesta que vincule a una mayoría sólida, quizás haya que aprovechar el impulso del "proceso constituyente" para llevar a cabo una renovación constitucional. Por cierto, a una democracia vigorosa la deben acompañar la economía y la seguridad social; su fuente, sin embargo, es distinta. La coalición que acompaña a Sebastián Piñera tiene al respecto mucho que decir.