Una escultura de Auguste Rodin fue robada del Museo de Bellas Artes la noche del jueves 16 de junio de 2005. "El torso de Adele" era una de las 62 esculturas en una exposición que duraría hasta el 7 de agosto. El revuelo mediático fue mayúsculo. La obra apareció al día siguiente, entregada por un estudiante que dijo haberla encontrado botada entre arbustos del Parque Forestal. Larga historia corta: el mismo estudiante, horas después, confesó haberla robado y en su defensa, frente al tribunal, argumentó que todo había sido una acción de arte. "Robar a Rodin", documental recién estrenado en Chile, indaga en estos hechos y en otros que lo circundan.
Siempre es una muy buena noticia que el cine chileno se haga cargo de realidades que parecen seguir de largo más rápidamente de lo que alcanzamos a darnos cuenta. El escándalo de Rodin ya estaba sepultado por centenas de escándalos mediáticos posteriores. Esta cinta, dirigida por Cristóbal Valenzuela y producida por María Paz González, vuelve allí, se detiene, sondea, especula, hace cruces. Es bueno sentir, también, que la vida social chilena no se detiene en la dictadura, y que si bien hay ahí una fractura enorme, la vida continúa y hay otras realidades de las que hacerse cargo, otras tramas no solucionadas. "Robar a Rodin", en ese sentido, es un gran acierto.
La cinta parte de los hechos y avanza a hacia lo especulativo. En ese avance, la figura del ladrón, Luis Emilio Onfray Fabres, entonces estudiante de Arte de la Universidad Arcis, se hace central. La cinta compra su visión de los hechos: no fue un robo sino una acción de arte. Es cierto que Valenzuela muestra las dudas de connotados académicos chilenos respecto de esta interpretación, pero a la vez compara este robo con el que sufrió "La Gioconda" al comienzo del siglo XX o con el robo, de escala menor pero simbólico, de la polémica silla de playa que se instaló en la entrada del Bellas Artes en 1981 (parte de "Apuntes", de Humberto Nilo). Luego, desarrolla la justificación artística que Onfray Fabres levantó frente a los tribunales, que, en castellano simple, dice que la ausencia de algo produce su presencia mediante la añoranza de lo que no está. El robo de la escultura sería una forma de poner de manifiesto el lugar del arte y, a la vez, su fragilidad. La cinta, por último, establece un lazo entre esta acción y la biografía de Onfray Fabres, al dar a entender que su preocupación honda por el tema de la ausencia provendría del abandono de su padre.
Lo divertido, o extraño, o interesante, es que todo este envoltorio retórico no solo ayudó a Onfray Fabres a zafar de la cárcel, sino que los hechos le dieron la razón: el despliegue mediático causado por el robo disparó el interés por la exposición de Rodin: se convirtió en una las más vistas en la historia del museo. La gente acudió en masa a ver el plinto vacío o la obra ya devuelta.
Aunque todo esto es muy sabroso (y es un gran logro de la cinta el haberlo sabido armar), hay que constatar que el documental deja preguntas abiertas en las que no indaga. Si el robo fue parte de un plan de Onfray Fabres, ¿por qué su relato lo hace parecer producto de un impulso irresistible? Si el robo fue una acción de arte, ¿por qué nunca montó un mínimo registro del proceso? La tesis de la acción de arte es exquisita, pero resulta un justificativo difícil de tragar, por mucho que la cinta lo haga.
Robar a Rodin
Dirigida por Cristóbal Valenzuela.
Documental.
Chile, 2017, 80 minutos.