Hace más o menos siete años, la Casa Central de la Universidad de Chile, entonces tomada, exhibió en su frontis un par de lienzos con los rostros de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. El de esta última tenía sobrepuesto un dibujo de tiro al blanco.
Los lienzos no los instaló un grupo de derecha, sino de izquierda.
La escena anunciaba de manera elocuente lo que se declaró ayer.
Un documento de la candidatura de Beatriz Sánchez confesó, explícitamente, que el rival del Frente Amplio no es Piñera o la derecha, sino el proceso que Chile ha vivido en las últimas décadas. El clivaje de la competencia presidencial, explica el documento del Frente Amplio, no es la tradicional alineación de la política chilena (la derecha o la izquierda entendida como la preferencia por candidatos), sino algo de mayor espesor histórico, de mayor envergadura política. Se trata, señala, de la adhesión o el rechazo al proceso que Chile ha vivido en los últimos treinta años: la modernización capitalista.
No se trataría, insiste el documento, de oponerse o no a Piñera, sino de erigirse en rivales de lo que llama la "connivencia político-empresarial" que habría gobernado estos años y de la que Alejandro Guillier sería el continuador (y uno de sus eslabones la Presidenta Bachelet, quien acaba de comprobar que a pesar de los esfuerzos de estos cuatro años sigue siendo uno de los íconos de esa connivencia).
Es difícil exagerar la importancia de esa declaración: en ella se declara que el objetivo de esta contienda presidencial es para el Frente Amplio nada menos que la historia. Se trataría, en efecto, si ha de creerse a la retórica de ese documento, de tomar el timón de la historia para torcer el rumbo que hasta ahora traía.
Como ese documento (en consonancia con el espíritu del Frente Amplio) debe ser el reflejo de una reflexión colectiva y no el fruto egoísta de un torpe y erróneo raciocinio de un solo individuo, es inevitable tomárselo en serio.
¿A qué conduce ese planteamiento?
Como lo más probable es que la fuerza electoral del Frente Amplio no logre superar los mejores años de ME-O (esos años en que él burbujeaba con ocurrencias y con frases), el problema que ese movimiento tendrá delante suyo es el de decidir apoyar a Alejandro Guillier o rehusar hacerlo, caso este último en el cual, objetivamente (como diría Lenin), estará apoyando a Piñera. Desconocer este significado objetivo de su decisión equivaldría a eso que Sartre llama mala fe.
Lo que -descartada la mala fe- cabe entonces preguntarse es si acaso tiene racionalidad que un grupo que se opone a la modernización capitalista apoye a la derecha y rechace el camino socialdemócrata.
La única manera de conferirle sentido o racionalidad a una conducta como esa, sería la de concebir esta elección presidencial como un momento decisivo en el gran tablero de la historia, un momento en virtud del cual una movida a primera vista absurda o incomprensible llegaría en el largo plazo, cuando la modernización capitalista gracias a ella se desmoronara, a estar plena de sentido.
Pero esa concepción grandilocuente del actual momento y esa confianza en que lo que hoy aparece absurdo, mañana adquirirá sentido, es más propia de la religión que de la política. Está bien que un cura acostumbre a ver a Dios en todos los pliegues del tiempo y que por eso juzgue los sacrificios del presente a la luz de la confianza que tiene en el futuro que se acerca, pero ¿una fuerza política sensible a las demandas ciudadanas?
No hay caso.
Cualquiera que lee el documento del Frente Amplio, donde se erige a la modernización como rival y al cambio histórico como objetivo, justificando así dejar la segunda vuelta al garete, no puede evitar concluir que sus frases quedan grandes para una elección presidencial.
Y pequeñas para una utopía.
Y ese es el peligro del Frente Amplio, quedarse a medio camino de la utopía y de la política.
Algo así como instalado en una utopía
soft.
Carlos Peña