Da un poco de incomodidad cuando en discusiones literarias se descalifica algo por "decimonónico". Puede tratarse de un texto o de una idea, o de un escrúpulo lanzado al escrutinio colectivo. A veces se va más allá y se declara: ¡pero es que esto es como del siglo de las luces! Mucho más atrás no se llega. No he escuchado jamás mencionar, en esta clase de refutaciones, al sigo XVII. Aunque sí a la Edad Media. Desde niños nos acostumbramos a identificar a lo medieval con la ignorancia, la superstición y el oscurantismo, una palabra, esta última, muy socorrida para el caso.
Desconozco en qué radicará lo actual en el contexto literario, y me pongo en alerta cada vez que escucho sobre la necesidad u obligación que tendrían los escritores de ser actuales. ¿Quién inventa estas cosas? Nuevamente: no lo sé, pero sí sé que uno, al escribir esporádica o sistemáticamente, no tiene obligación alguna de nada. Ni siquiera está obligado a escribir, en verdad, a sumar ruido mental al que ya satura al mundo de por sí. Sería bueno, en este sentido, tener un instrumento que nos permitiera apreciar el aporte de silencio benéfico de los libros que nunca se realizaron.
Chesterton decía que la afirmación "¡pero si estamos en pleno siglo XX!", como refutación a una creencia entendida como anacrónica, equivalía a exclamar: "¡pero si estamos a martes en la tarde!".
En los años setenta había necios que creían saber cómo iba a ser la literatura del futuro, y apostaban por ella con emplumado entusiasmo. En general no estaban hablando más que de una colección de embelecos. Da la impresión de que hoy no hay nada formalmente distinto en relación a la literatura estándar que se producía en esa época. Todo lo contrario: en los setenta los escritores cototudos corrían cada uno su aventura individual con lo que se llamaba el código, que venía a ser como el conjunto de reglas constitutivas del hecho literario. Esa voluntad "subversiva" ha ido desapareciendo del espíritu de los jóvenes actuales, cuyos relatos, hace cuarenta años, hubieran sido descartados por convencionales.
La única conclusión que puedo sacar de estas especulaciones es que hay algo que siempre es literariamente inconveniente: el esfuerzo. O sea el esfuerzo por ser primigenio, por ser de vanguardia, por ser comprometido con alguna causa, por ser inteligente, todas esas iniciativas desesperadas terminan empantanando el texto y frustrando las expectativas de su autor. El esfuerzo por ser hermético, por ser de clase baja, por ser europeo, por representar la esencia de alguna etnia prestigiosa, todo eso es paja molida. Digamos con Perogrullo que solo se es lo que se es, y con González Vera que uno no vale un peso más de lo que es.