Colecciono balcones. O mejor dicho, colecciono en la memoria la experiencia de poner pie en algún encumbrado balcón, aquel curioso y atávico invento de la arquitectura hecho para asomarse más allá del plomo seguro del edificio, flotar sobre el abismo vertiginoso, sentir el rumor de la ciudad y espiar libremente el horizonte. Sospecho que comparto con muchos el impulso de tal aventura. ¿Acaso no son los balcones, en el delicioso verano santiaguino, donde terminan las fiestas de madrugada? ¿O donde medita el solitario?
Entre los balcones que recuerdo, en Chile y afuera, hay uno de un embriagador piso 30 sobre los desfiladeros de acero de Nueva York al caer de la tarde, con ríos de luces allá abajo. También una logia incrustada en las alturas de un murallón del palacio ducal de Urbino, varios de palacios venecianos directamente sobre el agua silenciosa, o la filigrana crujiente y desvencijada de un balcón limeño, o el del despacho del intendente de Santiago dominando la Plaza de la Constitución; también uno de los de La Moneda, otro del soberbio palacio arzobispal sobre la Plaza de Armas, otro del Club de la Unión sobre la Alameda (entre muchos balcones de otros palacetes todavía erguidos y reminiscentes de tiempos mejores), la gran logia con peristilo del salón filarmónico del Teatro Municipal...
Se adivina el propósito de un edificio por la composición de sus fachadas. Si hay múltiples balcones, seguramente ha sido pensado para vivienda; si hay solo uno o algunos en lugares prominentes, debe tener algún carácter institucional, donde el balcón cumple el rol simbólico de la manifestación del individuo (o la élite) ante la multitud: las arengas, los festejos, los honores. Tienen que ver también con el clima: son inútiles con veranos o inviernos inclementes (y por eso no abundan en ciertas ciudades de Norteamérica o Europa), pero en latitudes como la nuestra, abrir una puerta hacia el exterior, aunque sea en un vigésimo piso, es un pequeño lujo. Las mejores casas de la colonia chilena tenían balcones corridos en el segundo piso, y unas pocas sobrevivieron hasta entrado el siglo pasado. Tal vez por eso el modernismo chileno adoptó primero el balcón corrido para buenos edificios de departamentos, lo que luego derivó en un tipo de edificación muy peculiarmente chileno, lleno de balcones y jardineras. Hoy, la técnica y la ingeniería permiten que una arquitectura responsable provea al menos un buen recinto al aire libre, de tamaño y proporciones suficientes como para sentarse a la mesa.
Con ese pequeño regalo, la vida doméstica en la ciudad densa mejoraría considerablemente.