No suelo escribir dos columnas seguidas sobre un mismo tema, pero esta vez va a ser la excepción. El tema lo amerita, casi lo exige: el suicidio de un adolescente en un colegio particular de Santiago. Luego de ser sorprendido con una dosis menor de marihuana, una dosis que no daba ni para ser considerada una "falta", mucho menos un delito, el joven fue conducido a una comisaría sin sus padres y sometido a una humillación innecesaria. El colegio privilegió la aplicación literal y burda de la ley, pasando por encima de los derechos del niño suscritos por Chile, entre otras cosas, con una falta de criterio desconcertante.
Al pasar hoy frente a las puertas del colegio -que es además el colegio donde me eduqué-, vi que ya habían sacado las flores que estaban en el frontis como memorial y sentí que el gran peligro en estos tiempos vertiginosos es que toda noticia, por dramática que sea, pueda ser rápidamente olvidada y reemplazada inmediatamente por otra. Pero un clamor, casi un grito, surgió desde el fondo de mi conciencia cuando leí en el frontis del establecimiento: "Libertad, fraternidad, igualdad", el lema de la Revolución Francesa que los directivos del colegio decidieron colocar hace un tiempo ahí, de manera destacada.
Las palabras no son adornos y las frases fuertes como estas que no encuentran correlato en la realidad se transforman rápidamente en letra muerta. De las tres palabras que los revolucionarios gritaron por las calles de un París convulsionado en el siglo XVIII, "fraternidad" me parece la más revolucionaria de todas. ¿Qué significa, cuál es el sentido más profundo de la palabra fraternidad? Hacer filosofía -decía Heidegger- es pensar las palabras, detenerse en ellas. Creo que la gran tarea de directivos, profesores de ese colegio, será colocar toda su energía intelectual (y la actividad reflexiva y crítica es uno de los orgullos y patrimonios de la cultura francesa) en pensar en torno a esta palabra, aquilatarla y analizar sin autocomplacencia, y preguntarse si ella permea todo el quehacer pedagógico del colegio. De lo contrario, sería mejor sacarla del frontis del establecimiento.
No tiene sentido rendirles culto a palabras muertas. No hay peor esquizofrenia que el divorcio entre palabras y realidad: de hecho, ese divorcio es uno de los orígenes de la gran crisis de confianza por la que atraviesa el mundo. Esa crisis parte con la sospecha ante las palabras. Y nuestros adolescentes desconfían -y con razón- de nosotros porque hay un divorcio impune entre nuestras declaraciones y nuestros actos.
Pero hay algo más grave aún: el colegio lleva el nombre de uno de los más prominentes humanistas franceses del siglo XX: Antoine de Saint-Exupéry. Todos sus libros, pero sobre todo "El Principito", son un manifiesto que advierte sobre la deshumanización creciente de nuestra civilización.
He leído los diarios de Saint-Exupéry y, a la luz de ellos, he entendido que "El Principito" es un grito de desesperación y alerta en el desierto de la pérdida de sentido. Y el libro parte con una crítica a los profesores que en la infancia del mismo autor mataron al artista que había en él, privilegiando un racionalismo yerto y frío, un cartesianismo sin alma. ¿No es esa mentalidad la que está hoy en crisis, no solo en este colegio, en Francia, Europa, en el corazón de nuestra civilización?
Si hago esta crítica pública e interpelante a mi propio colegio en el que fui formado, es en homenaje a un puñado de profesores franceses humanistas que en la década del 70 nos inocularon lo mejor del espíritu crítico francés y nos alentaron a rebelarnos contra la inconsistencia, la mentira y la mediocridad intelectual. Ellos no habrían enviado a Nicolás a la comisaría, ellos estarían en pie de guerra contra el conformismo y resignación, hablando, discutiendo en las clases, releyendo a Saint- Exupéry, invitándonos a reflexionar sobre todas las dimensiones posibles de la palabra fraternidad.