Fueron conceptos con los que tuve que lidiar en una fase de mi vida intelectual, cuando estaban en boga por influencia cepaliana y marxista, que como dupla se evaporaron del lenguaje. Lo recordaba en estos días de celebración de la independencia de Chile. Porque a lo largo del siglo XX tuvo peso político y cultural el debate sobre cuán independiente en realidad era el país. Después de 1973, el cuento de la CIA o de que todo se había producido por obra del comunismo soviético rondaba por todas partes, en vez de asomarnos a nuestros propios fantasmas. De ahí que en el Chile actual tenga sentido preguntarse, ¿somos más dependientes o independientes que antes de la crisis nacional de los 1970? Creo que la pregunta está latente en la elección presidencial a la que nos aproximamos.
Como siempre, todo tiene que ver con la definición de independencia o quizás de "autodeterminación". Si se cree que la independencia es autodeterminación absoluta de un país y de un régimen -al estilo de Corea del Norte o el régimen de los Castro, en versión
soft como los K en Argentina o Evo Morales, o en una fase del Chile de Pinochet; la lista es demasiado extensa-, el Chile de nuestro tiempo no sería más que un juguete impotente de fuerzas transnacionales.
Si en cambio se considera que un país civilizado debe navegar en medio de oleajes contradictorios y tiene que distinguir, elegir y decidir su dirección que nunca es del todo inequívoca, las cosas se ven de otro modo. Se vive en un mundo y no en un asteroide que se desliza en un vacío interestelar. El mismo 1810 pareció arrojarnos a un abismo -incluso de guerra civil- antes que a un orden ideal. Independencia en este sentido es dominar el arte de lo creativo junto a valores del orden civilizado. ¿Cuál es este? El debate contemporáneo en ideas, emociones y apreciaciones es lo que decide en qué consiste aquel. Siempre existe algún principio de incertidumbre.
En los 1970 Chile cayó vencido por sus propios devaneos antes que por mano de oscuras maquinaciones foráneas, según hoy es tan común y silvestre proclamar. Y también aprendió a regresar al corazón político de una sociedad abierta, la democracia, que no es un mecanismo, sino aprendizaje sin fin. El Chile actual fue posible principalmente porque se pudo construir sobre bases más firmes que las que existían a mediados de siglo, en especial porque de buena gana o forzado a ello debió adaptarse a la corriente creativa de la sociedad contemporánea sin tampoco renegar de su pasado. Se pueden citar dos de los procesos concurrentes. Uno, durante el régimen militar, se vio en 1978 y 1983 cuando se tuvo que renunciar a un autoritarismo sin más y, con oscilaciones, intentando postergar lo más posible una real transición y al final dejarlo reducido momentáneamente hasta 1989 al artículo 8° -que hoy se quiere resucitar, al revés- se avino gradualmente a la recreación de un sistema en el cual la democracia liberal es la protagonista.
Y dos, una democracia se sostiene porque por una razón u otra -no está claro- los principales actores creen en el sistema. Esto sí que no estaba nada de claro antes de 1980. La conversión explícita y entusiasta de gran parte de la clase política de la izquierda marxista a un modelo de democracia alejado de las experiencias totalitarias, y próxima a las más contradictorias pero fecundas de tipo socialdemócrata, permitió erigir ese mínimo de mayoría democrática que por definición cada cierto tiempo vacila de sí misma.
Por cierto, emergió un país más independiente, no a pesar de que ambos procesos dependieran en fuerte medida de la política mundial, sino que precisamente gracias a ello.