Lo dije aquí mismo, en abril: hay cosas que me parecen inexplicables. El hecho de que hablemos de comprar y vender gente sin que se nos mueva un pelo (me refiero, claro, a los jugadores de fútbol); el hecho de que una persona tenga un arma y licencia para matar sin haber estudiado antes, durante años, cosas como ética y filosofía (me refiero, claro, a las fuerzas policiales); el hecho de que los médicos, que machacan con la vida sana, hagan guardias de 24 o 48 horas sin dormir mientras atienden urgencias graves que requieren lucidez extrema. Pensaba en esas cosas cuando me topé con esto: el 8 de agosto una mujer de 31 años que se identifica en Facebook como Maru Monj posteó algo que le sucedió al renovar la licencia de conducir en Buenos Aires. Luego del examen auditivo, visual, etcétera, entró a un box que se anunciaba como Médico Clínico. "Cuando ingreso -escribió-, me encuentro a dos señores (...). Saludo, me siento y se miran. 'Fea', me dice el que llevó a cabo la
entrevista. Silencio de mi parte. Los médicos siguieron: 'Lo único que le falta a usted es una minifalda para mostrar lo que tiene'". Le recomendaron que tuviera un solo hijo porque "dos le arruinan el cuerpo, esas formas bellas que ustedes tienen, los hombros, los pechos, el vientre, los muslos, las nalgas". Le preguntaron cosas que ella respondió mientras pensaba: "¿Por qué les estoy respondiendo? (...) sentí miedo (...) de que no me renovaran la licencia si les hacía saber lo que realmente estaba pensando (...). ¿Hasta dónde llega mi tolerancia con tal de (...) renovar mi registro?". Finalmente se dispuso a salir, pero "antes digo algo más: 'Pensé que me iban a tomar la presión'.
Rematan: '¿Quiere que le tomemos la presión? Vuelva a entrar y desnúdese, jajaja'. Salí disparada (...), estaba ansiosa, estaba confundida, quise avisar en recepción lo que me había pasado con estos
trabajadores y no lo hice. ¿Cobardía, apuro, necesidad de irme a contarle a alguien de confianza esta secuencia?". El posteo tuvo repercusión y los hombres fueron desplazados. Todo médico tiene una capacidad potencial: salvar la vida de una persona. Eso, en mis parámetros, es como tener patente de héroe. Yo me atiendo con profesionales amables en los cuales confío a ciegas, pero no pocas veces, en guardias de hospitales o con especialistas varios, me he topado con un maltrato y una violencia difíciles de denunciar: es la voz del médico -sabia y autorizada- contra la del paciente -ignorante y sin autoridad-, en un encuentro a solas del que no queda registro. La semana pasada, una conocida fue a hacerse estudios de rutina y el médico, a quien veía por primera vez, le dijo: "Qué gorda que sos".
Ella mide un metro 70, pesa 65 kilos y toma corticoides porque tiene artritis. Los corticoides la hinchan, pero no es gorda. Se fue humillada, casi decidida a dejar los medicamentos. Hace poco una colega, en Brasil, me contó que atravesaba una gripe con infección en la garganta cuando descubrió que le habían aparecido llagas en la vulva. Alarmada, fue a la guardia de un hospital privado. La atendió una ginecóloga que exclamó: "Ay, Dios, pero qué pasó acá". Le tomó fotos sin pedir permiso, la mandó a hacer análisis para "descartar sífilis y VIH ", y sin preguntarle por su situación afectiva, le dijo: "Cuando tengas relaciones con alguien que no sea tu marido, usá condones". La colega recordaba el incomprensible, humillante "gracias" con que se había despedido de la médica. Salió aterrada. Se hizo los análisis y fue a ver a su ginecólogo de siempre: el hombre le dijo que las llagas las producía el mismo estreptococo que le infectaba la garganta, que esas lesiones no eran compatibles con sífilis y que para tener esa sintomatología asociada al VIH tendría que haber estado al borde de la muerte. Los análisis confirmaron que no tenía nada. En 2015 fui a un oftalmólogo para un control. Mientras me revisaba, le pregunté si podía recomendarme gotas lubricantes para los ojos. Me dijo: "Ustedes las mujeres, antes o después, siempre tienen problemas de lubricación". Yo tenía la cabeza encajada en un aparato y no dije nada, pero sentí una violencia fuerte. En 1999 fui atendida por una ginecóloga en la guardia de un hospital. Estaba por emprender un viaje de dos meses y, ante un síntoma que consideré de cuidado, apliqué la regla que los médicos recomiendan: prevención. La mujer me dijo: "Esto es una pavada. Gente como vos nos hace perder tiempo. Sos muy quisquillosa, me parece". Elevé una carta al hospital contando lo sucedido. Me respondieron que no había motivos para mi queja, puesto que el problema había sido "resuelto por la profesional de manera satisfactoria". Hay mucha literatura acerca de la violencia que la institución médica ejerce sobre el cuerpo femenino (por ejemplo, durante el parto), pero de estas -¿pequeñas?- vejaciones no hay registro. En ellas opera el mismo mecanismo que en cualquier abuso: el poderoso ejerce su poder sobre la víctima que, paralizada, no sabe cómo defenderse. ¿Lo mando al cuerno y me voy sin solución a mi problema; me quejo y quedo registrada como "la paciente problemática", con las consecuencias que eso puede tener en el futuro? Es violencia, es maltrato. Y es indemostrable. ¿Es posible que la medicina sea, justamente, uno de los espacios donde campean, impunes, los prejuicios más aberrantes que se asocian a las mujeres; que allí todavía seamos quisquillosas, histéricas y promiscuas? El posteo de la Maru Monj en Facebook llevaba por título "Me quedé corta", dando a entender que su reacción había sido insuficiente, que ella había tenido la culpa de algo. Cualquiera que haya leído sobre el tema sabe que es así, con culpa autoinfligida, como reacciona la víctima de cualquier abuso.