Un nuevo escándalo afecta a nuestro Congreso. Esta vez se trata del plagio en los informes pagados que reciben los parlamentarios. La furia popular se dirige contra ellos, los fiscales afilan cuchillos y el Senado se niega a colaborar en la investigación.
¿Hay motivos para enojarse nuevamente con nuestros diputados y senadores? Me temo que hay que ir por partes, porque el tema tiene más aristas de las que aparecen a primera vista. Cualquier persona que pide un informe quiere que este sea original. A nadie le gusta aparecer citando párrafos de Wikipedia o Icarito sin saber lo que está haciendo. Nuestros honorables no son una excepción, salvo Osvaldo Andrade, que dice que esta práctica le da lo mismo, siempre que el informe le sirva, y Sergio Aguiló que, a propósito del trabajo que encargó señaló que "no solo estoy feliz, estoy orgulloso (del estudio). Así debieran ser todos los informes". De modo entonces que, descartados esos casos anómalos, los parlamentarios son las primeras víctimas en estos abusos que se pagan con el dinero de todos los chilenos, y no deberíamos descargar nuestra ira sobre ellos.
Además, dudo que entre sus múltiples obligaciones legales esté la de someter los trabajos que reciben a la inspección de un
software especializado en detección de plagios (los hay gratuitos). Ojalá lo hicieran, de manera aleatoria, y después de esta mala experiencia seguramente empezarán a encargarles esta tarea a sus asesores, si no la realizan personalmente. Quienes omitan esta elemental precaución se exponen a pasar vergüenza.
En este contexto, la defensa corporativa del Senado, donde se inició la historia con los plagios detectados en los informes a Guillier, no parece ser una idea particularmente luminosa. Mejor sería que gastaran unos minutos en explicarles a los electores que la trampa no la hacen ellos, sino que simplemente la sufren.
Con todo, esa reacción aparentemente infantil puede revelar dos culpas más profundas. La primera tiene que ver con la frivolidad de algunos parlamentarios a la hora de elegir los asesores y las consultoras cuyos servicios requieren. Seguramente los niños del curso Décimo B del Colegio Champagnat de Colombia están muy orgullosos de saber que un trabajo suyo ha sido plagiado en un informe de Estudio Tigris para el diputado Ceroni. Pero si hicieran la conversión de monedas, se darían cuenta de que los $ 54.000.000 que, según Mega, se pagaron a esa consultora entre 2015 y 2016, son un montón de plata, que les habría financiado un viaje de estudios a todo el curso por Chile y un par de países aledaños. Nuestros parlamentarios no pueden eludir la responsabilidad que tienen por el hecho de elegir mal a sus asesores.
Pero hay algo que podría ser más grave. ¿En qué medida estos pagos obedecen a una retribución de determinados favores? Esta posibilidad explica el interés del Ministerio Público; sin embargo, si se examinan lo montos, salvo excepciones como la mencionada, no suelen ser muy elevados. En muchos casos es probable que correspondan a trabajos efectivamente realizados, pero cuya naturaleza no corresponde a lo declarado y se recurre al "copiar y pegar" para presentar alguna justificación.
En todo caso, la práctica del plagio apunta a otras instituciones, concretamente a las universidades, donde se forman esos asesores tramposos. Ellas, a su vez, se quejan de que los estudiantes llegan a las aulas con esta corruptela desde la edad escolar. Copiar en las pruebas o plagiar trabajos les parece a muchos jóvenes una práctica normal o incluso un signo de viveza. Pero esta es una mala excusa, porque, así como esas casas de estudio logran enseñar matemáticas o derecho a personas que no saben casi nada al comienzo de sus estudios, bien deberían ser capaces en cinco años de inculcar ciertos hábitos de juego limpio.
Es verdad que la honestidad no se adquiere como se aprenden el álgebra o la contabilidad, pero el problema no está allí, sino en que, invocando una pretendida neutralidad de la ciencia, buena parte de nuestras universidades ha renunciado a su tarea formativa y se limita a transmitir conocimientos útiles para la profesión. Esta omisión permite que en sus aulas se formen esos mentirosos que después no tendrán el más mínimo escrúpulo a la hora de hacer de Icarito una fuente del trabajo parlamentario.