Todavía Chile no está fuera de Rusia 2018. Pero está más lejos que cerca, matemática y futbolísticamente. Distanciadísimo de lo que fuera su nivel promedio en las pasadas eliminatorias, extraviado como equipo y sin una orientación clara sobre su propio destino. La pragmática administración técnica de Juan Antonio Pizzi ha colapsado apenas la generación dorada dio indicios de que la fuerte convicción interna de sus recursos propios no tenía correlato con la débil representación en la cancha, con un agregado fatal cuando se comprobó que las soluciones propuestas por quienes ejercen "la estrategia" no tenían ningún tipo de efecto en el rendimiento y menos en los resultados.
Por omisión o síntesis, siempre es más simple individualizar a un entrenador en las responsabilidades por un tropiezo particular o un fracaso global. En el caso de esta selección, la fórmula opera crudamente, porque Pizzi nunca ha asumido el rol de un director técnico en el amplio sentido de la palabra. Eligió desde el primer minuto el camino facilista de prolongar un formato diseñado con antelación; se preocupó de no lastimar a sus intérpretes aun cuando dieran señales manifiestas de necesitar un correctivo disciplinario o táctico; personificó el papel de un compañero amistoso, confidente, protector y respetuoso de los códigos de sus dirigidos, que él también profesó cuando fue jugador. Y esa equivocada postura por la que optó se reforzó con el peor de los premios, salir campeón de la Copa América Centenario, porque asentó lo que sería un estilo de conducción remoto, almidonado, carente de una personalidad auténtica.
Pizzi ha sido conformista, tanto para enfrentar polémicas domésticas como para sentar autoridad al interior del plantel, sobre todo tratándose de situaciones que involucren a referentes, y también ha sido displicente para limitar circunstancias que claramente indispusieron un normal desarrollo de lo más sagrado que debe cautelar un entrenador: la concentración y el trabajo de su plantel. Los últimos episodios de Vidal y Sánchez son de una evidencia brutal, y sus más que desafortunadas declaraciones sobre el uso del tiempo libre fueron de una indolencia preocupante respecto de un tema históricamente crítico en las selecciones nacionales como es la conducta personal.
Y es en este último punto donde Pizzi acrecienta su función de administrador por sobre la de seleccionador nacional. Como el más cumplidor de los burócratas, su autoridad sobre un grupo de grandes talentos siempre fue medida, reglamentada por el sentido común, adscrita a un solo mandamiento: aquí, los que gobiernan son los jugadores. La lealtad siempre estuvo hacia ellos, nunca hacia el valor deportivo de su cargo, al peso de ser el líder técnico de Chile. De ahí que su discurso, siempre cuidadamente educado y formal, fuera irrelevante en cuanto a juicios técnicos, sus confesiones estuvieran llenas de lugares comunes y sus opiniones no influyeran el entorno.
La gestión administrativa de Pizzi enfrenta la mayor de sus crisis, quizás la única realmente profunda. Que compromete el futuro de la selección y por cierto que el epílogo de una generación brillante y tan sensible a la crítica como cualquier deportista acostumbrado a ganar. Lo único claro es que si por azar la llega a superar, de todas maneras habrá concluido su ciclo.