Es muy extraño el fenómeno de quedarse dormido mientras se lee. No me refiero al encasillamiento habitual de esta experiencia -la lectura de libros fomes-, sino a lo que sucede cuando el libro que se tiene ante los ojos es del mayor interés.
Me pasó hace muy poco releyendo una vez más el libro de Italo Svevo sobre Joyce. Lo abrí al azar y caí en ese capítulo en el que se habla de cómo Joyce caminaba por las calles. En el punto en que Svevo menciona la flexibilidad de Joyce ante los obstáculos, o sea, su disposición permanente a tomar otro rumbo del que llevaba, pasé de la imagen de Joyce enfrentado al enigma de un muro a una escena interior, vespertina, la de una anciana tejiendo una prenda morada que podría ser una bufanda mientras un técnico con delantal café trataba de arreglarle el televisor. El técnico hacía esa clase de comentarios propios de su oficio, esas apreciaciones sobre amperes y condensadores que en parte son una información para el interlocutor y en parte un murmullo destinado a sí mismo.
Esta última imagen doméstica, por cierto, ya es onírica, es decir, la soñé mientras leía, pero básicamente es similar a la que podía representarme de Joyce caminando de una forma particular por las calles de Trieste, transferida por Svevo. Ambas imágenes comparten su naturaleza. No habría diferencia, en este sentido, entre ser lector de ojos abiertos o de ojos cerrados, según las categorizaciones de Macedonio Fernández.
Así como John Ashbery pedía a sus alumnos traducir poemas desde idiomas que estos no conocían, se podría pensar que es posible conectarse con un libro a través de la inducción onírica: de las imágenes propiciadas por el declive de una lectura específica y no de otra. Quedarse dormido a partir de Turgueniev probablemente difiere en calidad y en intensidad que hacerlo a partir de Hemingway. Supongo, en este entendido, que hay fragmentos más propicios que otros para el trance, como aquel de
Madame Bovary en el cual Charles cabalga durante la noche y parte del amanecer para ir a ver a una paciente lejana. En un momento, al compás monótono del trote, el paisaje se funde con el pasado que emerge en la conciencia del personaje.
Conocí a un periodista de fútbol que se dormía en los partidos de fútbol y a un cineasta que se dormía en las películas. Supe también de un psiquiatra que se dormía con las historias de sus pacientes y hemos visto en reportajes de la televisión de qué modo algunos legisladores se duermen en las discusiones sobre leyes en el Congreso. Richard Nixon se quedó una vez dormido mientras hablaba por teléfono sobre asuntos cruciales, como eran los que le tocaban a él. Y ahora que me acuerdo, cuando llegué la primera vez a Londres me llevaron a conocer la torre, el puente, el palacio, el parque, todos esos lugares impresionantes que en mi mente se hicieron una pura argamasa porque me fue imposible resistirme al sueño y caí como bulto en el asiento trasero del auto.