Escribo estas líneas sin saber cuál será el fallo del Tribunal Constitucional sobre el proyecto que regula la despenalización del aborto por tres causales. No sé aún si quedaré satisfecho o frustrado. Pero esto no es óbice para sentir orgullo por la forma como la sociedad chilena ha procesado un tema tan divisivo. Más cuando está en la retina el horror de Barcelona, donde el fundamentalismo ha vuelto a mostrar su cara más tenebrosa.
No obstante la fuerza y acidez de los argumentos y el stress al que han sido sometidas las instancias que lo han debido debatir y decidir, tendremos que concordar en que el procedimiento ha cumplido rigurosamente con las reglas democráticas que nos hemos dado. Todas las partes tuvieron la ocasión de exponer en plenitud sus puntos de vista. La prensa informó vastamente, y la ciudadanía pudo ponderar los argumentos y formarse reflexivamente su propia opinión. Las instituciones convocadas a intervenir lo pudieron hacer sin presiones ni amenazas, buscando laboriosamente compromisos y acomodos. Y a pesar de gestos aislados, que fueron condenados unánimemente, el proceso se desarrolló de forma pacífica.
Si todo marcha como lo previsto, en el día de hoy muchos estaremos decepcionados y dolidos por el fallo del Tribunal Constitucional. Les sugeriría a mis compatriotas consolarse acercándose al pensamiento de uno de los grandes filósofos del siglo 20, Paul Ricoeur.
En la medida en que la sociedad se vuelve más compleja, sostiene este filósofo cristiano que pasó cinco años prisionero de los nazis, ella crea conflictos donde se enfrentan no solo intereses divergentes, sino también convicciones divergentes. Lo que se produce entonces es un choque entre diferentes nociones de grandeza o bien común, entre diversos sistemas de justificación. La virtud de la democracia es que estos conflictos son abiertos, y ella dispone de reglas y procedimientos para resolverlos que son conocidos y aceptados por todos. Adicionalmente la democracia permite que lo acordado, no importa de lo que se trate, esté permanentemente sujeto a revisión, toda vez que ella es un "sistema en el que la legitimidad está siempre puesta en duda, en debate".
En muchas ocasiones los conflictos envuelven cuestiones morales frente a las cuales no se trata de elegir entre el Bien y el Mal, entre el blanco y el negro, sino entre el gris y el gris. El mejor ejemplo es precisamente la legislación sobre el aborto, donde la elección, a juicio de Ricoeur, es entre "lo Malo y lo Peor". Esto le lleva a introducir un concepto clave en su obra: el de compromiso.
Vivimos en una sociedad pluralista, donde muchas veces simplemente no es posible alcanzar un acuerdo en torno al bien común o a la noción de grandeza. Tampoco alcanzar un consenso, que supone "la nivelación de todo en un magma". La única alternativa es aceptar la multiplicidad de referencias y justificaciones y encontrar "la intersección de diversos órdenes de grandeza". Esta intersección será "siempre débil y revocable", y su función es evitar que la sociedad se rompa en pedazos. El compromiso no es más que esto: "una barrera entre el acuerdo y la violencia". Alcanzarlo es imposible, sin embargo, si se impone la intransigencia, esto es, el rechazo a otras personas que viven a partir de referencias diferentes a las mías.
"Nuestra sociedad occidental está obligada actualmente a inventar una civilización de compromiso, porque vivimos en una sociedad cada vez más compleja, donde por todos lados hay un otro". En un día como hoy, cuando nos toca asumir el fallo del Tribunal Constitucional y aún no se apagan los gritos de dolor de Barcelona, ojalá hagamos nuestro el llamado de Ricoeur.