Los clubes chilenos acaban de cerrar su peor participación internacional de los últimos años. Fueron ocho representantes y ninguno pudo ofrecer un balance digno. Se perdió categóricamente y, lo que es peor, se compitió precariamente. La mala noticia es que si es culpa de los torneos cortos -como se explica casi unánimemente- la mala racha debería extenderse hasta la próxima temporada también.
El diagnóstico ya está hecho y es desalentador, sobre todo en el comparativo con la selección chilena. Las causales son casi siempre problemas de estructura, de profundas carencias, pero pocas veces la autocrítica habla de las falencias tácticas, de planteamientos, de dibujos técnicos. Nunca antes tuvimos tantos equipos participando. Y nunca antes, tampoco, vimos tanta diferencia entre nuestros cuadros y los del resto del continente.
No hubo autocrítica en los análisis, y siempre se apeló a factores inasibles, espurios y falaces. "No podemos compararnos con los brasileños en la inversión", "nuestro torneo no favorece a los que deben jugar internacionalmente", "nos mató el largo receso", "no contamos con un plantel suficiente" son argumentos generosamente utilizados por nuestros técnicos.
Cuando decimos que el campeonato local es mediocre, irregular y pobre, son los mismos intérpretes los que saltan presurosos a desmentirlo. Y ya es hora de asumir que se requiere una visión más descarnada para eliminar nuestros ripios. En Chile se juega lento, porque la mayoría de los jugadores determinantes son veteranos. Fallamos de manera increíble en el área rival. Los esquemas son previsibles y conservadores. Cuando los presionan, nuestros defensores y volantes pierden con facilidad la pelota porque hay problemas formativos de base. La intensidad aparece solo en ráfagas. Y así con muchos otros factores que quedan al desnudo apenas nos medimos con cuadros de otras latitudes, sean poderosos o no.
Al calor del debate interno se nos olvidan pronto esos ripios. Y bastan dos o tres fechas para que alcemos como candidatos a la selección mayor a los que se asoman sobre la vara del promedio, por más que sepamos que los viajes en las clasificatorias y la presión e intensidad de esos partidos relativizan su eventual aporte.
Pero lo más importante sigue siendo el escaso nivel de autocrítica. En el afán de proteger a sus planteles, los entrenadores han recurrido casi sistemáticamente a un discurso arrullador, salpicado de entelequias como "nuestra convicción", o de andamios que buscan esconder sus evidentes carencias. Sus jugadores siempre son fantásticos, su entrega conmovedora, su sacrificio casi inhumano. Hay pocos goles, por ejemplo, y más por carencias en la ejecución que por la solidez de las defensas. Pero seguimos predicando -como un rito- la cantinela de que "desperdiciamos las oportunidades que nos creamos", como si fuera una disculpa.
Sería una desgracia que la próxima Libertadores nos sorprendiera igual que hoy, creyendo que en todas partes se invierte mucho más que acá, en vez de analizar por qué acá invertimos tan mal, que es la gran enseñanza de este debate.