La gran novedad de la reforma a las pensiones es que oculta un impuesto al trabajo, formado por ese 2% del alza de cotizaciones que no irá a la cuenta individual del trabajador. Y como todo el mundo sabe, imponerles gravámenes a las cosas hace más costoso acceder a ellas.
Llamarle "impuesto al empleo" al fruto de la reforma no es un eslogan para criticarla. Esta es la terminología que viene aceptando la OCDE a la hora de referirse a las cotizaciones sociales para determinar la llamada "cuña fiscal" (
tax wedge), que es el porcentaje que representan los impuestos sobre las rentas salariales y las cotizaciones sociales en el total del coste laboral.
Chile tenía hasta ahora el privilegio de contar con la cuña fiscal más baja de la OCDE (apenas 7%), lo cual, sin duda, ha tenido mucho que ver con el buen comportamiento de su mercado laboral. Se trata de un efecto positivo del sistema de capitalización individual.
El impuesto tendrá impacto macroeconómico. Actuará sobre la NAIRU (la tasa de desempleo no aceleradora de la inflación), incidirá sobre la precariedad y la informalidad laboral. Todo esto, porque el tributo es injusto: solo lo pagarán los asalariados chilenos. Y este es un grupo que cada vez podría ser más reducido, ya que las reformas orientadas a aumentar el número de cotizantes han sido abortadas desde hace tiempo.
En términos simples, si usted gana un millón de pesos como asalariado y cotiza a una AFP, pagará 20.000 pesos al "pilar solidario". Si usted gana el mismo millón como independiente y no cotiza, no pagará nada. Tampoco si lo obtiene como plusvalía jugando en la bolsa o por vender un bien.
Estas distorsiones demuestran que no da igual el tipo de solución que se adopte para resolver un problema como se podría creer. Lo que parece un ejercicio de solidaridad (con el dinero de los demás, por supuesto), acaba siendo una forma de pegarle un tiro en el pie a la economía.
En los países avanzados, las pensiones solidarias se financian con impuestos. Se evita así premiar al
free rider, alguien con rentas suficientes que se mantiene al margen del sistema y después se aprovecha de la solidaridad de los demás. En el caso de Chile, además, se evitaría introducir el impuesto al empleo y distorsionar la economía.
Lo que más llama la atención del debate sobre las pensiones en Chile es lo mucho que se ignora de los graves problemas que generan los modelos de reparto. En primer lugar, está la presión que imponen los sistemas maduros sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas. Y en segundo, los injustos privilegios que grupos con conexiones políticas y poder de presión logran en los sistemas de reparto. Los chilenos están viendo lo que sucede con los residuos del viejo sistema -Capredena y otros similares-, pero les intentan convencer de que la solución es hacer más de eso.
Hay un problema adicional de los sistemas de pensiones de reparto que no se puede obviar. Los modelos bismarckianos de pensiones se crearon para una economía que ya no existe. Las carreras largas en sectores industriales o públicos con cotizaciones recurrentes cada vez son menos frecuentes. Hoy, los oficios y profesiones requieren flexibilidad y movilidad. Las carreras profesionales se interrumpen, cambian o se instalan en otros escenarios. Pero se insiste en reformar viajando al pasado.
John Müller