Alguien propuso una definición mínima de democracia como aquel régimen de gobierno que establece un procedimiento por el cual el pueblo puede cambiar pacíficamente a un gobernante que estima malo. Esta definición por vía procedimental y no material es buena como horizonte de análisis. ¿No es acaso este el punto que está fallando en la "democracia" venezolana? ¿No es sino el típico caso de un mal gobernante que trata de perpetuarse en el poder y es incapaz de someterse a un procedimiento limpio para que sea el pueblo el que decida si se queda o se va? El método democrático permite deshacerse del mal gobernante sin necesidad de recurrir a un quiebre violento que implica siempre derramamiento de sangre y es, en consecuencia, su propósito político-práctico esencial. Vistas desde ese ángulo, las instituciones democráticas son una tecnología jurídica que cabe celebrar como un gran invento, digno de todo respeto: si funcionan, evitan las guerras civiles, los golpes de Estado, las insurrecciones de masas. Simplemente se llevan a cabo las elecciones previstas en la fecha prevista y de acuerdo al procedimiento previsto y el gobernante impopular se va y es sustituido por otro, que también puede ser defenestrado pacíficamente en las próximas elecciones. Eso es civilización. Eso es soberanía popular.
El procedimiento eleccionario pasa a ocupar el papel de la guerra interior -la cual acecha latente a los pueblos- y, por esa razón, está teñido de divisiones, alianzas, estrategias, traiciones. La política en época eleccionaria se reviste, así, de una gestualidad y lenguaje militares.
No es infrecuente que gobernantes y quienes ocupan plazas en el aparato estatal quieran quedarse más allá de lo estipulado, tengan una inclinación peligrosa a apernarse y una facilidad muy conveniente para convertirse en impermeables a la crítica del mismo pueblo que lo ha elegido e incluso son capaces de constituirse en una casta que, enamorada del poder, si pudiera, seguiría propinándole su mala gestión al pobre pueblo que la padece. La frustración política, ese desajuste bastante frecuente entre las expectativas que generó el candidato y la realidad de su gestión cuando ya es elegido, tiene en la democracia auténtica una forma expedita de canalizarse: un procedimiento eleccionario que se repite en un plazo fijo.
El período de 4 años que establece nuestra Constitución me parece apenas discreto; el de 5 y reelegible para los parlamentarios, generoso. ¡Mucho menos tiempo le basta a un gobernante para poner en evidencia su ineptitud, infligir daño al bien común y arraigarse como lapa a la roca!
Menos que un sistema que procure elegir un buen gobernante, me contento con que la democracia me conceda al menos eso: poder decir "váyase" al malo, antes que nos destruya, sin que con ello mi vida, mi seguridad ni la paz social estén comprometidos.