Viajo desde Talca a Constitución a una conversación con los habitantes de este Maule golpeado por las catástrofes. Un terremoto, un
tsunami, un incendio.
¿Por qué tanto desastre junto en este pedazo del Chile profundo?
Pasamos por los pueblos arrasados por el fuego. Se siente la piel quemada de la tierra, sus llagas dolientes. Los árboles mutilados apenas se alzan para clamar y la tierra quisiera llorar, pero ni para eso tiene fuerzas. Una banderita chilena flamea sobre una casa de emergencia levantada sobre las ruinas de un pueblo muerto. Las mujeres, niños y hombres que caminan por entre estas lomas parecen sombras perdidas, buscando sus domicilios que ya no están.
Es la Copia Feliz del Edén convertida en Infierno. Recuerdo la inscripción a la entrada del Infierno de "La Divina Comedia": "dejad aquí toda esperanza". Todos estos habitantes parecen estar en una larga espera de un nuevo comienzo. ¿Pero cómo comenzar de nuevo si se quemaron hasta las raíces?
Para el pensar calculante -que ha reducido a Chile a un conjunto de cifras y
rankings-, reconstruir es solo levantar casas, restituir los servicios básicos. ¿Pero la vida humana sobre la tierra es pura sobrevivencia? ¡Como si no hubiese más horizonte que "parar la olla", anestesiarse con alcohol (como lo hacen muchos hombres en tabernas tristes y oscuras), ver televisión y doparse con los aparatos celulares! ¿Y qué otra alternativa le queda a la gente para sobrevivir con tanto dolor a cuestas?
Recito, antes de iniciar mi charla, en una sala abarrotada y atenta, unos versos del poeta español Blas de Otero: "Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada/ me queda la palabra/ Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria/ me queda la palabra". Puro y terrible es el rostro de nuestra patria, de este pedazo de Chile malherido. Pero el poeta insiste, repite: "me queda la palabra".
La palabra es la morada del ser y ahí podemos cobijarnos cuando nuestras casas están en el suelo. Es terrible no tener palabras cuando vivimos un duelo extremo. El hombre sin palabra propia queda a la intemperie. "Toda la historia del sufrimiento exige relato", dijo Paul Ricoeur. Cuando nuestro lenguaje se empobrece, cuando ya no sabemos ni nombrar nuestras emociones, esa es tierra fértil para la violencia. Solo donde hay palabra, hay mundo. Por eso es tan importante que les contemos cuentos a nuestros niños y no los abandonemos en los Ipod .
La buena literatura, los poemas y relatos pueden servir para reconstruirnos, para levantarnos como seres conscientes, libres. Un funcionario municipal me comenta que muchos alcaldes dicen que las bibliotecas son para ellos "un cacho". Algunas apenas sobreviven, sin teléfono, sin bibliotecarios, hermosos edificios construidos por grandes arquitectos que sirvieron para que algún político cortara la cinta y se sacara la foto.
Pero la gente de Constitución y sus alrededores me sorprende por su avidez de conversar de literatura y cultura. Y este Teatro dedicado a las Artes es una señal de esperanza. También la mística de un grupo de profesionales de la educación que trae cajas con libros para los niños, para reponer los que se quemaron en el incendio. "Solo la belleza salvará al mundo": recuerdo aquí esa frase de Dostoievski. La belleza no es un lujo -como creen muchos-, sino un derecho básico. ¡Gabriela Mistral insistió tanto en eso y no fue escuchada por los burócratas ramplones de su época!
La belleza y la palabra permiten que la ruina física no se transforme en ruina moral. La política partidista en Chile está en ruinas. Desde esa decadencia, no puede brotar nada, pero nos salvará el espíritu, el pensar meditativo. Desde ahí hay que reconstruirse, desde nuestras reservas de interioridad y delicadeza (nuestros poetas, narradores, nuestra sabiduría popular), esa es la banderita chilena que vi flamear sobre un pueblo incendiado.