Siempre es deseable tener en cartel a "El zoológico de cristal", clásico consolidado de la dramaturgia del siglo XX -y primer triunfo teatral de Tennessee Williams, estrenado en 1945- entrañable por su íntimo y penetrante retrato de una familia común intentando mantenerse a flote en medio de una situación de crisis socioeconómica; seres vulnerables, desesperados y a punto de estallar, sin poder escabullirse de su circunstancia. Si no se considera la atractiva actualización chilenizada de 2008, titulada "Temporal", aquí no se daba hace 18 años (y de forma insatisfactoria).
El actual montaje de esta pieza de raíces autobiográficas, y sin duda la más sutil y menos agitada por desórdenes mentales entre las obras de Williams, lo dirige Álvaro Viguera. Con un enfoque que, respetando su ambientación en el EE.UU. de los años 30, busca fusionar los recursos propios del realismo y otros simbólicos contenidos en el texto, con un toque contemporáneo, principalmente en el dispositivo escénico lo que permite que se exponga su historia bastante simple, y las interrelaciones de sus personajes que le dan su riqueza y complejidad, de modo comprensible y competente. Vemos a una madre que añora los buenos tiempos de su juventud aristocrática y, dominante hasta el agobio, convence a su hijo, modesto vendedor de una zapatería, para que invite a cenar a un compañero de trabajo como posible pretendiente de la hija. Tom, que también presenta y conduce el relato, solo quiere escapar de ese entorno, en tanto que Laura, patológicamente hipersensible, sufre una leve cojera y su baja autoestima la ha hecho refugiarse en su colección de figuritas de animales (con cuya fragilidad se identifica).
Son los detalles y sobre todo, lo que va por debajo del relato, los que dejan que desear. Los aditamentos de teatralidad contemporánea tienden a distanciar la entrega. En ningún momento produce emoción y sus dolidos personajes no despiertan -como es de esperar- adhesión, menos aún piedad. Los seguimos siempre como desde afuera. A un director se le puede aceptar que innove como quiera en su enfoque, siempre que su puesta no deje de respirar un aire poético, evanescente y quebradizo porque esta es una 'obra de recuerdos' -en palabras de su autor- y su materia es elusiva, parcialmente inasible y cambiante como toda evocación. Esa atmósfera tampoco está.
Lo que se debe quizás al entorno escenográfico y lumínico, que otorgan a la puesta un tono duro, expresivamente pesado. Sea por las exigencias que sea del auspiciador, parece un desatino la opción de poner de figuritas zoológicas -alegoría clave en la obra- las de una conocida marca de cristalería de lujo, signo ajeno al contexto. Por lo demás Laura se desentiende hasta la escena final de la colección, ubicada en primer plano del proscenio.
En el aspecto actoral también hay un serio desnivel. En el rol de la madre, Claudia Di Girolamo tiene un desempeño tan atractivo y potente que casi se convierte en protagonista de la obra, sin serlo. Héctor Morales encarna al hijo de modo solvente, pero nunca llega a apropiarse del escenario, en tanto Adriana Stuven rinde otra vez -como en "La casa de Rosmer" este año- una interpretación deslucida y sin vida interior. Como los anteriores parecen también contagiados del ánimo algo enfático y solemne que mencionábamos antes, la escena se inunda de frescura cuando en el tramo final ingresa Matías Oviedo (Jim).
Teatro Mori Bellavista. Hasta el 31 de agosto, jueves a sábado 21:00 horas. Domingos, 20:00. Desde el 30 de septiembre, jueves a sábado, 21:00 horas.