En el debate sobre la gratuidad de la educación terciaria para los estudiantes del 60% más pobre, aprobada recientemente por la Cámara de Diputados, se ha argumentado que tales recursos estarían mucho mejor invertidos en la educación temprana, pues ahí se engendran los déficits que luego se traducen en desigualdad y baja productividad. Suena cierto, pero es tal vez una falacia.
De que todo o casi todo se juega en la niñez es plenamente compartido. ¿Se deriva de ahí que los dineros destinados a la gratuidad debieran ser asignados a la educación parvularia, preescolar y escolar? Quizás no. Siendo importante, no es ahí donde radica la clave del desempeño futuro de los niños. La clave está en sus padres, y es tal vez en ellos donde hay que invertir. No conozco evidencia para el caso de Chile, pero no debe ser muy diferente a la que se dispone para los Estados Unidos.
Según el connotado sociólogo de Harvard Robert Putnam, las competencias que posee un joven de 18 años son básicamente las mismas que disponía cuando tenía seis. Vale decir, la desigualdad está ya cristalizada cuando el niño entra al sistema escolar, y el aporte de este para reducirla es cercano a cero. ¿Justifica esto concentrar los esfuerzos en la educación parvularia y preescolar? No necesariamente. La etapa crítica es la que transcurre hasta los 18 meses, y en ella casi todo depende de los padres. ¿Y saben qué hace la principal diferencia? El nivel educativo. A más educación, más probabilidad de que los niños vivan con sus dos padres, que estos les destinen más y mejor tiempo, que se involucren en las actividades de la escuela y que les provean de libros, cursos adicionales, viajes y recreación, todo lo cual repercute críticamente en el desempeño posterior de los niños. La explicación de por qué aumenta la brecha social en los Estados Unidos, concluye Putnam, no hay que buscarla en el sistema educacional, sea preescolar, escolar o terciario: hay que buscarla en el entorno familiar, cuya calidad está estrechamente asociada con el nivel educacional de los padres.
Días atrás, el columnista del New York Times David Brooks abordaba el mismo tema aludiendo a estudios recientes sobre las diferencias que hay entre los progenitores que poseen estudios universitarios y los que solo terminaron la media. Entre los primeros son muchas más las madres que amamantan a sus hijos, lo hacen por períodos más prolongados, y luego pasan entre dos y tres veces más tiempo con sus hijos que los padres que no poseen estudios universitarios. Huelga argüir el impacto que esto tiene sobre el desarrollo de los niños. Su inversión económica en los hijos, por lo demás, se ha disparado. Mientras el gasto en los Estados Unidos se ha mantenido más o menos constante desde 1996, el gasto de las familias universitarias en la educación de sus hijos ha subido trescientos por ciento. Según Brooks, "los miembros de la clase formada en las universidades se han vuelto asombrosamente buenos para asegurarse que sus hijos retengan su estatus privilegiado". Lo decía hace un tiempo The Economist: Estados Unidos sigue siendo una sociedad meritocrática, pero ahora se trata de una "meritocracia hereditaria".
En Chile, la brecha entre los niños como efecto de la educación de sus padres no debe ser menor que en EE.UU., y seguramente está en ascenso. De ser así, quizás no sea mala idea invertir en la gratuidad de la educación terciaria para quienes no pueden pagarla. Adultos más preparados, con mejores empleos y menos agobiados por las deudas serán mejores padres. Aunque sea contraintuitivo, aquí podría estar la clave para elevar la calidad y equidad de la educación de nuestros niños.