La derecha obtuvo cerca de un millón cuatrocientos mil votos; el Frente Amplio, cerca de trescientos veintisiete mil.
Y por eso, al margen de los abrazos y dejando al lado la euforia transeúnte de ayer por la noche, no vale la pena cerrar los ojos: el Frente Amplio mostró que su notoriedad es mayor que su apoyo y que el diagnóstico del Chile actual que promueve, un Chile sombrío, amenazado por la fractura y la desigualdad, necesitado de sueños colectivos y anhelante de cohesión, no es compartido ni por la mayoría de la ciudadanía ni por la mayoría de quienes tradicionalmente votan por la izquierda.
Los votos disiparon la imagen que, como consecuencia de la omisión de la Nueva Mayoría, se había generalizado, que el Frente Amplio y Beatriz Sánchez eran una opción competitiva, la intérprete de un reclamo sordo y soterrado, un liderazgo sorpresivo y centelleante. Nada de eso. Los votos que obtuvo -sumados son menos de los que por sí solo obtuvo Ossandón- pueden ser significativos a la luz de la modestia tardía de sus líderes; pero indican una escasa capacidad de incidir en las siguientes elecciones.
Si la votación de esta primaria es significativa, su señal más elocuente es obvia: en la centroizquierda ganó Guillier.
La derecha, por su parte, se inclinó ya casi definitivamente por la opción modernizadora (Piñera y Kast sumaron más del setenta por ciento de los votos de su sector) y la votación que obtuvo augura que está cerca en apenas un cuarto de siglo de lograr lo que nunca logró durante todo el siglo XX: ganar dos veces la voluntad popular.
El resultado es significativo porque, de alguna forma, esta primaria equivalía a una suerte de evento plebiscitario entre dos diagnósticos, uno que subraya una presunta fractura del proyecto modernizador y otro que, en cambio, insiste en ese proyecto. En las últimas décadas no hubo otra elección en la que se explicitaran, con más elocuencia que en esta, diagnósticos tan distintos acerca del Chile contemporáneo. Que ello haya ocurrido es un mérito del Frente Amplio; que la gente no haya adherido al diagnóstico que él promovió, es su fracaso.
Alejandro Guillier es así uno de los ganadores de esta primaria, no solo porque el Frente Amplio mostró que no tiene fuerza suficiente, sino por las lecciones que puede obtener de esta breve campaña.
El diagnóstico del Chile sombrío que se mostró en la franja, donde incluso se arriesgaban analogías con el trabajo esclavo, o el discurso levemente adolescente y naif que subraya sobre todo la capacidad de soñar (como si la ciudadanía anhelara sueños distintos a los que anida para sí misma y su familia) mostró sus límites, por llamarlos así, sociológicos: se pliegan a él los sectores más juveniles, algunos de ingresos medios altos, los grupos que poseen una cierta autoconciencia de vanguardia o anhelan serlo, las culturas, en fin, con sesgo generacional. Por eso -y aunque irrite recordarlo- hasta Ossandón pudo ganarles.
Ese desempeño más bien modesto del Frente Amplio debiera enseñar a A. Guillier que los grupos medios (que según el último informe del PNUD se empinan cerca del sesenta por ciento) no se sienten interpretados por ese discurso que acaba devaluando toda su trayectoria vital de estas últimas décadas y la movilidad intergeneracional que han experimentado. Si A. Guillier gasta un tiempo en comprender por qué el discurso más bien genérico y tosco de Ossandón fue capaz de seducir más electorado que el sombrío diagnóstico del Frente Amplio, habrá comenzado a ser, junto con la derecha, uno de los ganadores de estas primarias.
Carlos Peña