En los museos de antigüedades griegas y romanas es muy común encontrar estatuas en que el cuerpo o parte de él subiste sin cabeza, y la cabeza, en otros, aparece solitaria, sin el resto del cuerpo ni, al menos, pegada a un trozo de él. Esa constancia perturbadora de cuerpos decapitados y de cabezas sueltas lleva a divagar acerca de la fragilidad de esa parte de nuestra anatomía y de las consecuencias vitales, estéticas y políticas de su precariedad y propensión al desprendimiento.
Perder la cabeza, que no es lo mismo que demencia, es un miedo antiguo, ancestral y muy justificado. El eros es obviamente el responsable mayor de este descarrilamiento, pero no creo necesario que nos detengamos en sus operaciones desestabilizadoras y ofuscadoras, porque se halla documentado profusamente en la literatura, desde Safo, y cada lector, quizás, tiene algo que decir al respecto dentro de su modesta experiencia en el caso de haber recuperado la cabeza, cosa que no estoy seguro si es afortunada, por los arrepentimientos a que da lugar.
En el arte, la pérdida de cabeza puede dar lugar a las más arriesgadas, extravagantes y sorprendentes creaciones, esas que cambian el rumbo y remecen las convenciones estéticas. Recomiendo, al respecto, la lectura de la obra más estrambótica, sugerente y divertida de la literatura chilena, precisamente: "Cuando pienso en mi falta de cabeza", del gran Adolfo Couve, cuyo título deja entrever que aun sin cabeza se puede pensar y que hay modos de pensar y de decir que la cabeza no maneja.
Pero como usted sospechará, lo que inspira esta columna son las cabezas perdidas en el ámbito de la política, situación para la cual no se requiere ir muy lejos en la historia y la literatura, sino que bastan los ejemplos que nos abochornan diariamente.
La democratización, beneficiosa desde luego, de nuestras instituciones, ha facilitado enormemente intentar ese ensueño infantil: ser Presidente de Chile. La cabeza empieza a trastabillar, a soltar amarras y perder pie en tierra cuando, en el interior de sí misma, se dice secretamente "¿Por qué no yo?", que públicamente se traduce en un "No está en mis planes, pero si cambian las circunstancias y el pueblo me lo pide, estaría dispuesto a considerarlo". Como el pueblo nunca lo pide, son generalmente algunos malos amigos quienes la echan a rodar. En política, el motor de la pérdida de la cabeza es la vanidad, el discreto o mayúsculo narcisismo que nos define, la ceguera respecto de las propias fuerzas. Hay, por desgracia, cabezas perdidas que han logrado llegar a las más altas magistraturas, con las nefastas consecuencias que eran de esperar, pero, en lo inmediato y aunque aquello no se verifique, su efecto es visible para todos: muchas, pero muchas, cabezas de pescado.