En las últimas semanas me ha venido a la mente muchas veces un relato muy antiguo del historiador judío Flavio Josefo. Cuando Herodes estaba próximo a morir lo aquejó una extraña preocupación: nadie iba a llorar su deceso. Entonces, se le ocurrió una idea perversa: instruyó a sus subordinados para que apresaran a los nobles de la ciudad y los ejecutaran tan pronto se supiera que él había fallecido. Así, Israel entero lloraría a la muerte del tiránico rey. Por suerte, su voluntad no fue cumplida.
La historia me viene a la memoria cada vez que veo las acciones de La Moneda en estos tiempos. No estoy insinuando que nuestros gobernantes sean tan malvados como Herodes. Ninguno ha matado a su mujer y sus hijos, y la reciente muerte del padre político de Bachelet solo tiene un carácter simbólico. Ellos no son buenos gobernantes, pero resulta difícil negar que en su mayoría son buenas personas.
La asociación psicológica es más simple: el Gobierno piensa que va a morir, y se empecina en acelerar la marcha y producir cambios tan malos como irreversibles. Siguiendo el consejo de Franco, quiere dejar todo "amarrado y bien amarrado", aunque eso signifique muchas lágrimas para los chilenos. El episodio más reciente fue la aprobación del proyecto de ley de educación superior por parte de la comisión de Educación de la Cámara, en una sesión que duró 23 horas.
Uno pensaría que los diputados son conscientes de que nadie puede deliberar de manera razonable en una sesión que dura un día entero. No hace falta ser muy inteligente para comprobar que ese tipo de prácticas no favorecen una discusión libre de dominio. Sin embargo, la responsabilidad por ese atentado contra la democracia no está en Valparaíso, sino en La Moneda. La Presidenta estaba empecinada en sacar adelante esa iniciativa a toda costa, y, por la vía de las urgencias, llevó a esa solución disparatada. Es una reacción típica de personas que sienten que su autoridad está siendo cuestionada. La obligada maratón legislativa fue un modo muy concreto de mostrar que es ella la que manda.
En una sesión tan anómala como esa, no puede extrañarnos que la gente pierda el sentido de las proporciones. Así, la izquierda se congratula de haber conseguido la eliminación del CAE, lo que admite dos lecturas: o no saben que esa determinación es inconstitucional y no tiene modo alguno de prosperar, o lo saben, pero quieren hacer un gesto lleno de simbolismo, que deja feliz a su galería. Como se ve, en una sesión de 23 horas se alcanzan a hacer muchas cosas.
¿Qué pasaría si el proyecto queda aprobado en el estado en que lo dejó la comisión? Dos cosas importantes. De una parte, significaría una completa ruptura del equilibrio entre el Estado y la sociedad civil en materia educativa. Nos estaríamos llenando de órganos burocráticos y de control gubernativo en una materia tan sensible como la educación de los chilenos. Mala señal.
Además, se habría consagrado el triunfo de la gratuidad universal, una política que a esta altura del partido está claro que no se puede financiar y que conlleva dejar desatendidas otras prioridades, particularmente la educación inicial. Como si esto fuera poco, significa que van a subsistir las dificultades financieras de las universidades que se adscribieron al régimen de la gratuidad, lo que afecta la calidad, la diversidad y la autonomía del sistema universitario. En suma, el Gobierno morirá, pero quedará el lloradero.
El lado bueno de la historia es que esta hiperactividad gubernativa solo se explica si nuestros gobernantes están convencidos de que probablemente a partir de marzo correrán otros aires en la política chilena. De lo contrario, se preocuparían de dejar un país en mejores condiciones a Guillier o Goic, y no tendrían problemas a la hora de permitir un estudio más sereno de cuestiones tan delicadas como la educación.
Afortunadamente, esta historia no ha terminado: Giorgio y Camila no constituyen nuestra última palabra en materia legislativa. Cabe esperar que en la Cámara Alta prime la cordura, se busquen acuerdos más amplios y se trabaje al ritmo que requiere el país más que al compás de los humores de los gobernantes. ¡Aún tenemos Senado, ciudadanos!