La idea de demoler la Casa de Italia en Viña del Mar despertó los espíritus somnolientos de sus vecinos. La zona urbana se mueve entre dos polos: una ciudad -Valparaíso- que vive de las glorias pasadas y de una belleza inmersa en lo deprimente; y otro polo -Viña- que se transforma sin rumbo, aunque con dinamismo que cultiva la fealdad y lo titánico como norte.
Las mansiones -definición quizás exagerada- de la calle Álvares surgieron después del terremoto de 1906, que le dio el puntapié inicial para un take off al Viña del Mar que llegaría a ser; casi todas ellas serían obliteradas en las últimas décadas. En contrapartida, la Casa de Italia fue punto de referencia para la colonia italiana -que sobresalía en Viña en la segunda mitad del siglo- y para la vida cultural de la ciudad y de sus instituciones. Me tocó gestionar el apoyo de la colonia para impulsar los estudios clásicos por medio de la Semana de Estudios Romanos para la UCV.
¿Por qué conservarla? No por estar en contra del progreso, aunque ya no tiene mucho sentido alabarlo en sí mismo. Lo fundamental es que la mejoría que encierra el progreso solo beneficia a la vida exigente si sabe rescatar lo que hubo de otras experiencias; de lo contrario vivimos una y otra vez el mito de Sísifo, llevar una piedra de un lado a otro y traerla de regreso para volver a trasladarla, un sinfín absurdo. Esto no se reduce al caso de Viña del Mar, sino que parece ser una metáfora chilena.
La suma de los actos sería interminable. Duele ver esa construcción cerca del puente Los Piqueros, amenaza muda de aniquilación de uno de los escenarios más hermosos de Chile. Lo mismo para los terrenos del ex Sanatorio. Precisamente porque un aspecto positivo en las últimas décadas ha sido la apertura del borde costero a la población de Viña y Valparaíso al reencuentro con el mar, más allá de las playas, escasas por lo demás para la cantidad de población. En Santiago todavía no se entiende que haya desaparecido el barrio El Golf cuando ya crecía la idea de que había que conservar algunos espacios tradicionales; se agradece al gobierno de Gran Bretaña que mantenga en magníficas condiciones por medio de su embajada la más importante de sus mansiones (sí que lo es). Y así a lo largo de Chile.
No se ignora el costo que significa. Cada construcción, cada parque, cada puente, etc. que se declare monumento nacional implica un cuidado y un gasto fiscal (a veces particular), lo que siempre tiene y tendrá un límite. De los problemas de la educación el más arduo de cultivar parece ser el sentido de las proporciones: lo que hay que conservar dentro de las posibilidades. Este verano fui a mirar la estupenda renovación del Muelle Vergara que ocupa un lugar señalado en mi memoria. Pensaba que la conservación del mismo solo iba a ser posible con un gasto de muchos millones de pesos al año por mantención y vigilancia. Por ello si el proyectado mall de Barón cumple con las exigencias señaladas por la Unesco -altura moderada y facilitación de acceso público a un borde ininterrumpido-, no habría gran objeción. Lo ideal es la conservación de algún barrio o grupo de manzanas. En Chile debemos rescatar y restaurar por los jirones de aquí y allá.
Si el criterio del transformismo incesante hubiese triunfado por doquier, no existiría París. No solo Francia y los franceses serían menos; no sabríamos lo que perdimos: un vestigio sublime que nos hace ser diferentes y mejores (y además allí se hacen pingües negocios). A eso se encaminaría el ideal urbano -vale también para algunos espacios de la naturaleza-, a que en cada escenario que se conserve junto a lo que cambia exista esa levedad de espíritu de una Nueva París, horizonte ideal.