Es lo que falta para el término del gobierno. No es poco tiempo. Es lo que tarda la gestación de un niño. Cuando se lee la prensa, sin embargo, pareciera que el gobierno ya hubiera terminado. La atención se concentra en la elección presidencial. Esto quizás hiera el amor propio de los ocupantes de La Moneda, que resienten ser desplazados del protagonismo, pero quizás sea una oportunidad para adoptar una actitud que podría marcar el recuerdo de la actual administración.
La situación presenta una particularidad: desde el retorno de la democracia, nunca antes se había producido la ruptura de la coalición gobernante. En efecto, y más allá de la adhesión retórica de los partidos, el hecho de que la Nueva Mayoría cuente con dos candidatos presidenciales obligados a competir entre sí para ganar el apoyo del electorado de centroizquierda, y que resulte improbable la conformación de una lista parlamentaria común, significa que la base política sobre la cual fue elegida la Presidenta Bachelet ya no existe. Lo cual tiene al menos dos implicancias: la primera, que el gobierno ya no cuenta con la mayoría parlamentaria de la cual alguna vez dispuso -al menos en el papel, pues la realidad fue más díscola-; la segunda, que en tal contexto el gobierno tiene motivos de sobra para desentenderse del deber de proyectar la centroizquierda hacia el futuro, tanto desde el punto de vista electoral como ideológico y programático.
¿Qué puede hacer entonces la Presidenta Bachelet en estos nueve meses, sabiendo además que aún dispone del devoto respaldo de una cuarta parte de la población?
Una posibilidad es consumir este tiempo en lo que podríamos llamar una respuesta egótica, que es siempre tentadora. Me refiero a esa fascinación que produce emanciparse del aquí y ahora y fijar la vista en aquello que podrían registrar los libros de historia adoptando un discurso de tintes mesiánicos. Esto justifica insistir en proyectos e iniciativas que se sabe no pueden ser aprobados o ejecutados, toda vez que lo relevante no es la eficacia inmediata, sino el dar testimonio de consecuencia y coraje -y de paso, enrostrar a los demás su pusilanimidad o cobardía-. A lo que se añade esa ilusión performativista según la cual el mero hecho de plantear una idea o un proyecto va a cambiar la realidad de un modo irreversible.
Pero hay otra posibilidad: que el gobierno opte por lo que podríamos llamar una respuesta altruista -eso que la RAE define como la "diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio"-. Ya no tiene la obligación de ser fiel a una coalición política que ya no existe, y con dos candidatos salidos de sus filas está obligado a la neutralidad, lo que lo libera de la demanda de dar continuidad a lo que alguna vez representó. Ante esta inédita situación, la Presidenta Bachelet podría declarar que en la última etapa, a la par con hacer un buen cierre de su gestión, se abocará a encarar las dos o tres materias que a su juicio requieren de una acción urgente, para lo cual buscará entendimientos transversales, como lo hizo con las recomendaciones de la Comisión Engel. Materias como la reestructuración y modernización de Carabineros, cuya erosión institucional, de proseguir, podría tener costos invaluables. O la reforma del sistema de pensiones. O los aspectos más críticos de la reforma de la educación superior.
El jueves, la Presidenta Bachelet rinde su última cuenta ante el Congreso Nacional. Es la ocasión para hacerse cargo de que su interlocutor ya no es una coalición que no existe, sino exclusivamente la ciudadanía, y anunciar que ocupará los próximos nueve meses en alcanzar acuerdos amplios en torno a materias como las descritas. Sería un testimonio, pero de altruismo