Esta semana, el ministro Rodrigo Valdés -hasta esta semana, el principio de realidad del gabinete- dio un severo paso en falso y cometió un grave error.
Uno de esos errores que hacen bajar un peldaño, o dos, en la escala invisible del prestigio.
Luego de la demanda civil de la Universidad Católica por la pérdida del AFI, el ministro, con total sensatez, declaró que le parecía grave -extremadamente grave fue la expresión que usó- que se judicializaran las políticas públicas.
Y tenía, por supuesto, toda la razón.
Las políticas públicas se fundan en razones de bienestar social y suponen la consideración de todos los intereses en juego; los litigios judiciales, en cambio, por definición son el reclamo de derechos individuales. La diferencia salta a la vista. Mientras las políticas públicas obligan a considerar las consecuencias que de las medidas de que se trate se siguen para la mayoría (esa es la labor del Gobierno), las sentencias judiciales solo deben considerar si al demandante lo ampara un derecho, sean cuales fueren las consecuencias que de ello se siguen para la mayoría (esa es la labor de los jueces). Las políticas públicas se inspiran en el máximo bien para el mayor número (esa es la tarea del Gobierno); las sentencias judiciales, en si el demandante tiene o no el derecho que alega (esa es la tarea de los jueces).
Se trata, pues, de racionalidades totalmente distintas.
Así, entonces, el ministro Valdés tenía toda la razón del mundo cuando rechazó judicializar las políticas públicas.
Pero -y he aquí su error- a poco andar olvidó los principios anteriores y, en cambio, celebró con la parte demandante un acuerdo, en virtud del cual se comprometió a enviar a tramitación un proyecto de ley como forma de poner término al litigio. Es decir, aceptó transformar un reclamo de derechos en una formulación de políticas generales.
¡Un proyecto de ley negociado con un particular!
O sea que, al revés de lo que antes había sostenido, el ministro acabó consagrando una nueva forma de iniciar los proyectos de ley. Si hasta ahora la iniciativa de ley les pertenecía a los parlamentarios o a la Presidenta, de aquí en adelante, y como consecuencia de la decisión de Hacienda, habrá otra forma de iniciar proyectos de ley que no requerirá el trabajoso esfuerzo de concitar el consenso de los representantes: el litigio judicial.
Así, entonces, luego de rechazar que las políticas públicas se judicializaran, el ministro Valdés acabó por confirmar ese camino y validarlo.
¿Se habrá comprendido el daño que al proceso político se inflige con este tipo de decisiones?
La presentación de proyectos de ley como forma de poner término a un litigio judicial tiene sentido cuando el Estado incumple sus obligaciones ante la comunidad internacional. Si las obligaciones comprometidas ante la comunidad internacional consisten, por ejemplo, en promover la igualdad de trato, entonces el Estado debe dictar una ley para derogar aquellas normas que establecen diferencias. Y así. Pero lo que no resulta razonable -razonable para el proceso político; aunque con ello algunas entidades obtengan ventajas que puedan ser justas- es que ahora los litigios internos, aquellos que se entablan esgrimiendo leyes domésticas, puedan concluir mediante la celebración de un compromiso por el que el Gobierno se obliga a la presentación de un proyecto de ley. Algo así transgrede el proceso político y daña la formación democrática de las decisiones públicas.
Si, con toda razón, al inicio de este incidente el ministro Valdés rechazó judicializar las políticas públicas, porque ello, según dijo, importaría privarlas de la racionalidad que debe animarlas, al convenir presentar un proyecto de ley como forma de poner término a un litigio está fortaleciendo lo que, hasta apenas ayer, le pareció, con toda razón, extremadamente dañino.
¿Qué puede explicar -mejor aún: qué puede justificar- haber adoptado un camino tan pernicioso para la salud de las decisiones públicas en Chile?
Suena exagerado, pero es un deber público del ministro Valdés explicar los fundamentos de esta decisión.
Salvo, claro, que (consolándose con que queda poco) se haya resignado a que de aquí en adelante las instituciones, o los grupos de interés, que se sientan insatisfechas con las políticas gubernamentales, se den a la tarea de identificar alguna regla legal que juzguen incumplida y, fundándose en ella, presenten una demanda como una forma de lograr que el Gobierno, incómodo con el litigio, ofrezca transar el reclamo y pagarlo prontamente mediante un proyecto de ley.