Con ocasión de los grandes y terribles incendios de enero pasado, entre las muchas cosas que se dijeron, estuvo la cuota de culpa que más de alguien endilgó a las plantaciones de pino radiata y eucaliptus, dos especies foráneas, que forman el grueso de la industria forestal surgida a partir del Decreto Ley 701, de 1974, que estableció un sistema de incentivos que permaneció vigente hasta el año 2012. No me pronunciaré sobre las conveniencias o inconveniencias de esa legislación porque carezco de los conocimientos técnicos y he leído opiniones encontradas incluso entre expertos.
Me topé con el tema, sin embargo, porque justo cuando se producían aquellos incendios me encontraba estudiando la historia de Constitución, ciudad fundada a fines del siglo XVIII, con el nombre de Nueva Bilbao, en la desembocadura sur del río Maule.
En el estupendo libro de la historiadora Valeria Maino sobre la navegación del Maule, precisamente, se toca el asunto con bastante profundidad, ya que Nueva Bilbao, a iniciativa de un vizcaíno visionario y de algunos hacendados de la zona, partió como un astillero, es decir, como industria de construcción naval, astilleros que durante algunas décadas de la primera mitad del siglo XIX llegaron a ser los más importantes del país. Lo que hacía ventajoso a ese lugar, además de poseer un río navegable, era la abundancia en la zona costera y en todo el contorno del río de maderas -sobre todo, el roble maulino- que eran idóneas para la elaboración de las distintas partes de la embarcación. Durante todo el siglo XIX, se explotaron intensivamente los bosques de la zona central y centro sur para astilleros, luego para la construcción de líneas de ferrocarriles y el sostén de túneles y socavones a raíz del auge minero de la segunda mitad de ese siglo y para su masivo uso doméstico como leña. No había, por cierto, en Chile la doctrina y sensibilidad conservacionistas que existen hoy y las disputas, que las hubo, surgían de la contraposición de intereses diversos de explotación. Como sea, al entrar al siglo XX la deforestación de mi zona era completa y ya no quedaba casi nada del antiguo "monte", salvo en algunas exiguas quebradas costeras. Los bosques de robles y avellanos que describe el narrador de "El bonete maulino", de Manuel Rojas, desaparecieron para siempre del paisaje y surgió el cerro más bien pelado que yo conocí de niño, en el cual solo se enseñoreaba el modesto espino.
Quizás un sueño que podrían recoger algún político o gobernante que piensen en beneficio también de la generación que vendrá es delinear bases para incentivar ahora la lenta recuperación de ese maravilloso bosque perdido.